Aborto medieval y Secuestro del cuerpo de las Mujeres








Aborto medieval y Secuestro del cuerpo de las Mujeres

Por: Luis Fernando Ávila Linzán.
Foto por: Fundación Mercedarias.


Azra (nombre ficticio) es una mujer musulmana que vivía en la ciudad de Foča, Sarajevo. Entre 1992 y 1995, se desarrolló la denominada Guerra de Bosnia, en la que fueron violadas más de 40.000 mujeres, muchas de ellas menores de 12 años de edad. Ella fue violada por varios militares serbios y quedó embarazada. Fue agredida por su condición de mujer, pero, además, por ser musulmana. Era una forma de humillar al enemigo y ejercer control sobre aquel, y como en una guerra, no está muy claro quién es el oponente, es la población civil el objetivo militar por excelencia. Así, lo advirtió el Tribunal Penal Internacional para la Ex-Yugoslavia: se trataba no únicamente de que las mujeres fueron consideradas un botín de guerra o fuentes de placer sexual de la tropa, sino, además, como un objetivo político.
Por supuesto, esto no es nuevo. Cientos de pueblos fueron así sometidos. Una de las estrategias más efectivas de control y dominación de los vencidos era violar y embarazar a las mujeres. ¿Por qué? Porque se conseguían así tres objetivos políticos: a) se rompían las castas, el linaje y las dinastías del enemigo o se tomaba control de ellas; b) se humillaba al enemigo, aniquilando su matriz de generación de los futuros guerreros; y, c) se diezmaba al enemigo en sus fuerzas de trabajo, puesto que las mujeres, al hacerse cargo de la administración de lo doméstico y la crianza de la prole, dejaban tiempo para el florecimiento de la economía productiva monopolizada por los hombres, reproductores y proveedores.
Socialmente, las mujeres viven en un estado de guerra parecido. Muchas mujeres son inducidas o forzadas al embarazo como un mecanismo de control. En unos casos, el marido celoso cree que es una forma para evitar que lo deje o generarle lazos más sólidos. Por eso, muchas crisis afectivas se arreglan con un embarazo, más o menos inducido, más o menos socialmente obligado. De esta manera, la mujer debe dejar de estudiar o trabajar y dedicarse al claustro de su sagrado hogar para cumplir con su rol histórico de cuidado. Así, si una mujer no quiere o no puede tener hijos, es considerada por la sociedad como menos mujer o inútil. “Machorra” le dirán en voz baja en los corrillos y en las fiestas familiares.
Cuando este forzamiento además es físico y violento, este estado de guerra es más evidente, e igual que las mujeres de Sarajevo, no sólo es el machismo patriarcal y la lascivia de los hombres el origen, sino la necesidad de controlar el cuerpo de las mujeres, de ejercer poder y dominio sobre ellas. Y esto, de acuerdo a Foucault, en la “Historia de la Sexualidad”, ocurre por la emergencia de un sistema de prohibiciones político-sociales que permiten que unos controlen a otros simplemente. De esta manera, el problema de la sexualidad de las mujeres es que no la construyen ellas, sino la sociedad, por lo cual no pueden decidir sobre su cuerpo. Existe un secuestro social del cuerpo de las mujeres. No sólo los hombres violentos y el orden patriarcal, sino el poder que la sociedad ejerce sobre ellas. Por esto, la sociedad decide cuándo y con quién debe una mujer casarse, cuándo y cuántos hijos debe tener, cuál es la ritualidad que se debe aplicar, y cómo educar a los hijos, entre otras cosas.
En este contexto, la prohibición del aborto es una de las expresiones de control sexual desde el derecho más abominable. Si el derecho tiene sexo, masculino para el caso, tal como lo observara Frances Olsen, éste sirve como uno de los patrones sociales más fuertes para controlar el cuerpo de las mujeres. Puesto que esto no evita que miles de mujeres aborten en la clandestinidad y en condiciones precarias que ponen en riesgo su vida y su salud. Tampoco frena la debacle en la que se encuentran la familia y el matrimonio como referente social de orden, puesto que es el consumismo hedonista y la despersonalización del mercado capitalista enemigos silenciosos y más efectivos de estas estructuras. Más bien, criminaliza a las mujeres por querer decidir sobre sus cuerpos y sus vidas. Tampoco, más allá del patrón político canónico respecto de la percepción social sobre el derecho, evita la muerte de la mórula o feto (para los grupos pro vida, personas), puesto que la penalidad no tiene la capacidad de contención de estas conductas. Por consiguiente, el derecho prolonga el estado de guerra y restringe la libertad de las mujeres.
Si esto es así, no se puede entender cómo es posible que sigamos discutiendo sobre la despenalización del aborto en caso de violación, puesto que, si el estándar de represión social más alto es la prohibición penal del aborto por embarazos consentidos, obligar a una mujer que prosiga con un embarazo forzado por el hecho violento de una violación física, es algo más que un acto de guerra, es la anulación total de la humanidad de las mujeres para convertirlas en un objetivo militar. El fin es el mismo: humillar, romper sus condiciones sociales de autonomía, perfeccionar el control y romper toda posibilidad de emancipación social de las mujeres. La reacción conservadora desnuda este sistema al querer obligar a las mujeres a sufrir un embarazo no consentido. Ya no es, entonces, una cuestión de la protección de la vida, sino de bloquear la decisión de las mujeres sobre su sexualidad y sobre el uso de su cuerpo. Aquí se cae el discurso pro vida y se transforma en uno de captura, de secuestro del cuerpo de las mujeres. Las mujeres son tomadas de rehenes para negociar los intereses de las corporaciones y de los grupos de poder, y su cuerpo se vuelve en algo ajeno sobre el que operan la sociedad y sus mitos.
Un aborto en caso de violación criminalizado, desde esta mirada, adquiere un tufo medieval donde se condena a las brujas a la hoguera por el pecado de pensar por sí mismas y por ser ellas mismas las dueñas de su destino.

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