América Latina: un nuevo Termidor y la Restauración Conservadora









América Latina: un nuevo Termidor y la Restauración Conservadora

Por: Luis Fernando Ávila Linzán.
Foto por: Carrusel de las artes. Escena de la película "Adieu, Louis XVI". 

Luego de los primeros años de la Revolución Francesa, operó como un afán de aplacar las corrientes conservadoras y monárquicas después de la Constitución de 1793 en Francia, lo que se llamó “la época del terror”. Esta época estuvo marcada por la persecución política contra los contrarrevolucionarios y la ejecución de los disidentes, encabezada por Robespierre. Fue un régimen de izquierda representado en el Parlamento por los de la Montaña que aglutinaba a los jacobinos y los cordeliers, quienes habían derrotado a los girondinos. El símbolo de este tiempo fue la guillotina, mecanismo para aplicar la pena de muerte, que humanizaba la medida, pero también la hacía más efectiva y serial. En 1794, la correlación de fuerzas cambió y los ciudadanos estaban cansados de la represión y la penosa situación social. Así, en termidor del año II (julio en el calendario republicano) de ese año, los conservadores retoman el poder e inician el desmontaje de las estructuras jacobinas.
Sin embargo, a pesar de que se eliminaron los principales instrumentos institucionales y normativos, el termidor resultó ser una transición tramposa para retornar al conservadurismo, exterminar a los jacobinos y retornar a la restauración monárquica que en noviembre de 1794 permitió la conformación de un Directorio presidido por Barras hasta 1799 cuando Bonaparte dio un golpe de Estado (llamado el 18 Brumario) y se hizo nombrar como primer cónsul de la República. En 1804, se autoproclamó emperador.
Es decir, desde el fervor ciudadano de la Revolución Francesa de 1789 hasta la coronación de Bonaparte en 1803, se puede ver las 4 etapas dialécticas de un proceso político de resistencia: a) ideación: activismo-voluntarismo ciudadano; b) reacción: control de contrarrevolución; c) estabilización: transición conservadora; y, d) restauración conservadora: anulación de la revolución.
En este proceso, se enfrentan las élites y el pueblo con la intermediación de una dirigencia política donde opera el campo político en disputa que define la política real. Marx analizaba la última etapa de este proceso en su obra 18 Brumario, pero lo interesante es que tomaba los antecedentes que provocaron la “restauración conservadora”, pues su interés era demostrar cómo debe gobernarse y controlarse un proceso revolucionario para que no fracase. Una fase primordial para esto, está en el control de la contrarrevolución y la transición.
Si esta lección hubiera sido asumida por Gorbachov, posiblemente, la Unión Soviética aún existiera y Putin fuera un militar retirado disfrutando de su pensión. China y Cuba, de manera distinta y con estilos diferentes, tuvieron más claro el plan pragmático para gobernar una transición política y perpetuar así un proceso revolucionario. Ahora, en este trabajo quiero utilizar este esquema de análisis para poder entender lo que pasa hoy en América Latina, donde ocurre un “nuevo termidor y la restauración conservadora”.
Así, América Latina vivió desde los años 50 un largo período de progresiva represión política y militar que tenía como objetivo asegurar la hegemonía de los Estados Unidos en la Región y evitar “la contaminación comunista” del modelo cubano y el cuco soviético. En el fondo, la Unión Soviética tenía una posición geopolítica ambigua en nuestra América y parecía más bien parte de un acuerdo entre las potencias de respetar sus territorios de influencia. No obstante, el imperialismo del norte implementó varias políticas en varios niveles de la vida social para pelear contra los comunistas que venían a “comerse a los niños y a violar a las mujeres”, a “robarse las propiedades” y “matar curas”.
Aquello permitió proyectar la hegemonía política mediante políticas sutiles, tales como la misión Kemmerer (1919-1930) y la “Alianza para el Progreso” (1961-1970) para modernizar e institucionalizar nuestras atrasadas democracias; y, otras menos sutiles como el Plan Cóndor y la política de seguridad nacional (1970-1980) con la impronta de Kissinger para combatir a los “terroristas y comunistas”.
No obstante, la resistencia de varios sectores tuvo sus frutos en una primera ola de gobiernos de corte social, nacionalista y progresista, incluso militares de este estilo. Y, a nivel teórico lo que realizaron Raúl Prebisch, la CEPAL y los teóricos de la dependencia en Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay en la Región planteó alternativas progresistas ubicadas más en la centroizquierda: desarrollo endógeno, nacionalización de los recursos estratégicos, sustitución de importaciones y políticas contra cíclicas. En el caso de Ecuador, esto ocurrió con el triunvirato militar y Guillermo Rodríguez Lara, quien hizo un intento de política social y soberana en el período 1970-1978. Por su parte, fuertes organizaciones sociales y partidos de izquierda en toda América Latina habían acumulado fuerza y poder de negociación afectando los intereses de los gamonales, terratenientes y los grupos de poder locales; y, grupos guerrilleros en Centroamérica, Colombia, Perú, Argentina y Uruguay emergían generando simpatía en sectores populares.
Ante la viabilidad de estos procesos progresistas en la Región, la respuesta conservadora fue brutal. Las crudas dictaduras del período 1960-1970 fueron una reacción imperialista para frenar a las izquierdas y a estos gobiernos que amenazaban los intereses de las élites locales y las nacientes multinacionales para la explotación de los energéticos. Dictaduras puestas a dedo por los gobiernos de los Estados Unidos de América dejaron a un lado las formas y opacaron, incluso por vía militar, cualquier proceso por pacífico que sea. El lenguaje de la Guerra Fría y la ideología macartista sirvieron como marco para el funcionamiento de gobiernos genocidas que tuvo su paradigma más grotesco en el golpe de Estado contra Salvador Allende, quien fue el primer marxista elegido democráticamente en el Mundo y que planteaba, aún a pesar del enojo del Partido Comunista soviético, una vía chilena hacia el socialismo.
En este contexto, se perdieron las formas y la respuesta fue descaradamente militar y policial. La propaganda anticomunista fue frontal y se inició una purga en todos los niveles sociales y los justificativos de los dictadores cada vez eran menos frecuentes. Las familias adineradas salieron a las calles a enfrentar al comunismo y todo lo contrario fue considerado subversivo. Existió, de esta manera, una restauración conservadora y el ciclo político comienzó una vez más. Veamos cómo ocurre.

(1) La ideación. Una segunda ola experimentó la Región en la década de los 80 con gobiernos socialdemócratas que planteaban políticas sociales para el cooperativismo, la alfabetización y postulaban la inmoralidad de la deuda externa. El retorno a la democracia formal fue un renacer político en todo sentido. Durante esta década, las políticas sociales y nacionalistas eran una forma de equilibrio, al cual las élites se vieron obligadas para evitar una explosión social que abriera las puertas a gobiernos más radicales, aunque el bloque soviético mostraba ser insostenible hasta que colapsó con la caída del Muro de Berlín en 1989. La política anticomunista de seguridad nacional estaba, sorpresivamente, por ser abolida.
La respuesta termidoriana fue inmediata: el Consenso de Washington, y las nuevas reglas de la política del mercado internacional globalizado llegaron a nuestra América en forma de “medidas de ajuste estructural” y “gobernabilidad”, que fueron luego conocidas como “neoliberalismo”. La década de los 90 fue convulsionada por la eliminación o inoculación de todo movimiento insurgente, y el aparecimiento de fuertes movimientos sociales de obreros, campesinos e indígenas, y cientos de organizaciones no gubernamentales progresistas que crecieron como efecto colateral de las políticas de intervención de la Cooperación Internacional de los países del primer mundo. No obstante, el neoliberalismo resultó ser un desastre que provocó desempleo, precarización laboral, acumulación de mayores riquezas en pocas manos, procesos inflacionarios que generaron hambre y flujos migratorios, y violencia política en perjuicio de los disidentes.
Como consecuencia, la Región experimentó una tercera ola progresista que comenzó con la Constitución de 1999 de la República Bolivariana de Venezuela y que se extendió a Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Honduras, Nicaragua, Paraguay, y Uruguay bajo la égida del llamado “socialismo del siglo XXI”. El modelo recogía un acumulado histórico de luchas sociales y las nuevas perspectivas sobre la naturaleza, el género, las libertades políticas, la planificación y la democracia participativa. A pesar de que estos procesos políticos se realizan dentro de las reglas formales de la democracia, fueron llamados revoluciones y planteaban una refundación del orden político y soberanía para el manejo de los recursos. Los sectores conservadores se unieron, pues consideraban que este nuevo proceso tenía viabilidad política, pero las reglas institucionales ya no les servían. Hubo una explosión de ciudadanía y de esperanza en todo el continente, y el lenguaje y las políticas de intervención anticomunista no funcionaba ya, mientras un gobierno progresista finalmente asumía el poder en los Estados Unidos con el primer presidente negro, Barack Obama, quien se había planteado una agenda social de amplio espectro.
Un fervor de transformación social y revolución democrática se apoderaron del ánimo de los latinoamericanos y de nada valió los insultos de unos pocos desde sus BMW y el amarillismo de los medios obedientes a sus dueños. Era el momento para golpear en el piso al orden colonial de nuestra América y de celebrar con los nuevos ciudadanos y ciudadanas que nos convocábamos para un nuevo contrato social. En ese momento, los procesos constituyentes y las reformas estructurales eran una fiesta democrática y participativa.

(b) La reacción. Los sectores conservadores no se hicieron esperar y se usaron todos los aparatos ideológicos en manos de las élites, especialmente, los medios de comunicación y la presión directa de los grupos económicos. No obstante, tenían estos grupos poca experiencia en la movilización de masas, y la fuerte gestión de gobierno de los regímenes que fueron ocupados democráticamente por las nuevas izquierdas y liderazgos de corte popular lograron resistir en toda la Región. El precio de los derivados energéticos y las materias primas en la primera década del siglo XXI dieron la oportunidad a estos gobiernos de mantener altos niveles de popularidad a pesar de los ataques de todo tipo de los sectores de oposición. Aplastantes victorias electorales y una dosis de autoritarismo institucional logaron en un primer momento frenar la reacción conservadora. Un discurso de amigo-enemigo y la simbología de transformación fueron efectivos y presentaban a una nueva clase dirigente, que se integraban a la lucha progresista por las nuevas agendas ciudadanas.
Pero la contrarrevolución vino con el tiempo por implosión. Las nuevas izquierdas en el poder no lograron consolidar partidos políticos de masa con militancia, programas políticos, democracia interna, alternancia de liderazgos, creación de cuadros políticos y estructura organizativa; y, más bien, se sostuvieron en fuertes liderazgos que pronto, en la mayoría de casos, se transformaron en personalistas y autoritarios. Esto acentuó las contradicciones y permitió incorporar a cuadros de los partidos y las élites tradicionales, y a realizar alianzas con grupos económicos emergentes, quienes en algunos casos habían apoyado campañas, e invertido dinero a estos nuevos procesos con la consabida estrategia de “apostar a todos los caballos”.
Al mismo tiempo, la debacle de los sectores de oposición permitió a estos regímenes acumular todo el poder con el consecuente debilitamiento de las instituciones de control. Ello llevó a inflar el gasto público inorgánico y a desbaratar la política de planificación que en un principio había sido exitosa, emergiendo el clientelismo, la corrupción y el abuso del poder. En el segundo lustro de esta década, dos elementos agravaron las condiciones para el declive político de las nuevas izquierdas: la caída de los precios de nuestras materias primas, especialmente, el petróleo que llevó a hacer recortes impopulares y a entregarse al agiotismo colonial de los bancos chinos; y, el ascenso al poder de un gobernante mentalmente inestable, un gorila grotesco y populista en los Estados Unidos de América, Donald Trump.
Las primeras derrotas políticas de estos regímenes se sucedieron se dieron y su dirigencia no comprendió el nuevo contexto ni los errores de conducción política, y creyeron poder sostenerse con propaganda, uso del aparato estatal aún en su control, y fuertes dosis de autoritarismo. Una vez más, la contrarreforma terminó por sacar a las nuevas izquierdas no sin histrionismo, victimización y total ceguera política a largo plazo: en Paraguay Lugo fue depuesto por un golpe parlamentario; Argentina fue entregada al empresario servil de Macri; Brasil fue secuestrada por un sutil golpe de Estado parlamentario y prendada al fascista criollo Bolsonaro; Venezuela se sostiene aún por los intereses de las Fuerzas Armadas y el bobalicón de Maduro; Nicaragua está gobernada por la dictadura folclórica de Ortega y su esposa; y, Bolivia acaba de sufrir un golpe de Estado que sacó a Evo del poder y reemplazó a la Constitución por la bíblica y una autoproclamada presidenta fascista.
Ecuador es un caso aparte. Una transición poco estratégica afectada por la puerilidad y el personalismo de Rafael Correa, sumado al desgobierno de Lenin Moreno, ha abierto la puerta para el retorno de los partidos y sus líderes tradicionales, y la resurrección política de, al menos, una docena de cadáveres insepultos de la política. Por eso, por citar un par de ejemplos, vemos a Alberto Dahik, político conservador, destituido por el escándalo del uso de los gastos reservados para comprar votos en el parlamento y Oswaldo Hurtado, vicepresidente de Jaime Roldós, quien fue presidente por la muerte del presidente y sin apoyo popular alguno, quien sucretizó la deuda en dólares en favor de los bancos, haciendo opinión pública sin ningún rubor.
En fin, la caída de los precios de los energéticos y materias primas en la economía global, errores propios de las nuevas izquierdas y la intervención de las élites, quienes fueron los que más lucraron en este período de transformaciones a pesar de su pública oposición, y la desinstitucionalización que terminó boicoteando las obras estratégicas, la planificación y la política social, cambiaron la geopolítica en la Región y despertaron al leviatán dormido del neoliberalismo.

(3) La estabilización. Con las nuevas izquierdas en el suelo y los movimientos sociales degradados después de haber sido cooptados e instrumentalizados por la lógica burocrática del Estado y, luego de que la izquierda tradicional y los sindicatos fueron pulverizados por su propia dinámica o su ortodoxia, las élites comprendieron que debían iniciar un período de transición que se debía vender a los ciudadanos como “estabilización” o “reinstitucionalización” (En Brasil y Ecuador) y en su nombre, comprendieron, era necesario implementar una cacería de brujas para asegurar la hegemonía tradicional. Se usaría las mismas herramientas, pero ahora contra ellos: un nuevo termidor. En Argentina le llamaron “cambo gradual”.
Si al inicio de los gobiernos del socialismo del Siglo XXI, en Ecuador la dicotomía política amigo-enemigo era partidocracia-democracia participativa (partidocracia-correísmo), ahora sería correísmo-anticorreísmo, como fue en el termidor francés: Robespierre/terror jacobino-conservadurismo/estabilidad.
De esta manera, en Ecuador se designó el Poder Ejecutivo designó a dedo a un Consejo de Participación Ciudadana transitorio que tenía como objetivo evaluar a las autoridades de justicia y control nombradas por “el correísmo”, y elegir a las nuevas autoridades, ahora santificadas por el octogenario Julio César Trujillo. La primera tarea se realizó con relativo éxito, pero no ocurrió el cambio de autoridades independientes, sino sólo el cambio de manos, proceso manchado, además, por una serie de escándalos de intervención y corrupción de los integrantes y funcionarios de este organismo. Un fracaso total planificado fue esta transición, pero la clase política la sacralizó en nombre de “combatir al correísmo”. Hicieron la mirada a un lado y se repartieron la torta entre todos los nuevos y antiguos comensales. A partir de esto, toda la actuación del Estado y la clase política estuvo dirigida a barrer todo vestigio del régimen anterior y justificar todo abuso con este placebo: “sancionar la corrupción” y “recuperar lo robado”.
El modelo económico anterior que había dado estabilidad, a pesar del tradicional drenaje de recursos públicos, y había propiciado que sea el Estado el motor principal del desarrollo y la redistribución de la riqueza, fue eliminado de raíz. Hay que reconocer que, con todos los defectos, hubo un intento de política social y obras estratégicas y estructurales. Pero la década de Correa había desgastado las aspiraciones políticas de Alianza País y, desde 2013 experimentó varias derrotas políticas y expresiones autoritarias en todos los niveles que terminaron por hipotecar toda posibilidad de permanencia. Correa y su séquito cercano tuvieron la difícil misión de encontrar un candidato a presidente de la República, una vez que la presión social hizo imposible la reelección indefinida. Obligaron, según sus propias palabras, a Lenin Moreno como candidato a presidente y le impusieron a Jorge Glass como binomio. El cálculo político fue equivocado, puesto que Glass le restaba votos y, si la idea era que éste controlara a Lenin en el gobierno, no se tomó en cuenta que el cargo de vicepresidente tiene un poder atenuado casi fútil. Aquello casi lleva a perder las elecciones que se ganaron por escaso margen y con serios cuestionamientos, mientras que el ministro del Interior, José Serrano, daba unas curiosas declaraciones sobre el hecho que él habría obtenido más votación para Asambleísta Nacional que Lenin.
Una vez que se apagaron las candilejas de la celebración por el triunfo, Rafael Correa intentó gobernar a través de Lenin. Pero éste tenía otros planes. Su alejamiento del nido correísta, lo dejó sin partido político y sin apoyo de ningún sector de la política real. La opción difícil era aglutinar a los sectores sociales y progresistas para gobernar con ellos o la fácil que era someterse a poderes más grandes o de igual fuerza para combatir a Correa. Esto le llevó a entregar el frente económico al Partido Social Cristiano, la Asamblea Nacional a CREO y una turba de grupos económicos menores y lo que quedaba en varias facciones de intermediarios y tecnócratas para asegurar su gestión. Logró, no obstante, un débil bloque del morenismo de Alianza País en la Asamblea y el proyecto de construir su propia estructura política denominado Democracia Sí hasta el momento es un fracaso. Todo esto, sumado a precios inestables del petróleo y alto gasto estatal, debilitó al gobierno de Lenin quien ahora adjura del correísmo y de su amistad personal con Correa y su grupo, mientras éstos le llaman traidor.
El resultado es el desgobierno y la instrumentalización política de los grupos económicos, los partidos de derecha y su dirigencia. Por esta razón, a pesar de que la aceptación de su gestión es inferior al 15%, la clase política pelea por mantener este orden que cosas que le es útil. Estas contradicciones le llevaron a intentar un paquetazo económico el 1 de octubre de 2019, donde se eliminaba el subsidio a la gasolina y con medidas de mitigación únicamente para la gran empresa y las exportaciones tradicionales. Subestimaron a los sectores sociales y sucumbieron a la presión del FMI, quien exige condiciones de pago para un nuevo desembolso para cubrir el supuesto déficit fiscal que dejó “la mesa servida” del correísmo. En Haití llevaban ya varias semanas los ciudadanos levantados en contra de la corrupción del Presidente Jovenel Moïse.
Mientras tanto, se judicializó los casos de corrupción del anterior gobierno con el apoyo de la propaganda, ahora de los medios de comunicación privados y la anuencia de los caciques nacionales, y el uso político del Poder Judicial y la Fiscalía. Es decir, en términos termidorianos, se utilizó los mismos instrumentos del terror político del anterior régimen, para bloquear a un hiperactivo Rafael Correa que amenaza con volver y poner en orden la casa.
El resultado fue la explosión social y una respuesta represiva sin precedentes de parte del aparato de seguridad del Estado que duró más de 10 días, y dejó 12 muertos, cientos de heridos y daños materiales en varias ciudades. En respuesta y en nombre de la estabilidad y el anticorreísmo, el gobierno montó el andamiaje para judicializar a varios dirigentes del régimen anterior, sobre el entendido de que organizaron un golpe de Estado con el apoyo de eje del mal castro-chavista. Las evidencias, anotaciones, mensajes en redes sociales que pedían derrocar al gobierno, y unas declaraciones de Diosdado Cabello sobre una brisita bolivariana, y varios diagramas garabateados en hojas sueltas. Con este exceso de “debido proceso”, se logró eliminar toda organización para la competencia política en las elecciones presidenciales de 2021 y con varios llamados a juicio, se cierra la posibilidad de que Correa participe en dichas elecciones. No obstante, éste conserva aún un 20% de voto duro.
A este levantamiento social promovido por las bases del Movimiento Indígena en Ecuador, le siguieron fuertes protestas en Bolivia, Chile, Panamá y Colombia reclamando por políticas sociales, inclusión y más democracia, al punto que podemos decir que nos encontramos ante una especie de Primavera Latinoamericana.
Igual que en el Termidor francés, en la transición ecuatoriana, con la persecución a los dirigentes del régimen caído y con los mismos instrumentos ni maneras de aquellos, se anula toda posibilidad de contestación social y de alternativas políticas que no sean el conservadurismo político y las políticas neoliberales. Con ello se guillotina las posibilidades del progresismo político y el acceso a la política de las izquierdas. Pero lo más grave y peligroso es la restauración conservadora, cuya función es entronizar a la violencia política como método de supervivencia política de las élites, garantizado por el Estado, el derecho y las instituciones, y castigar a todo aquel que piense o actúe distinto.

(4) La restauración conservadora. “Rotos de mierda”, “indios vándalos”, “delincuentes”, “putas desocupadas”, “comunistas sucios”, “golpistas”, “corruptos”, “chavistas”, son parte de las expresiones que se repiten en toda la Región, tanto en la represión de las protestas, y disimuladamente, en los medios de comunicación, en la propaganda y en los discursos oficiales. Al mismo tiempo, el discurso y las estrategias belicistas de los gobiernos en la Región recuerdan al Plan Cóndor y a las dictaduras de los 60-70 en el Cono Sur y en Centro América. El lenguaje del poder y los estilos políticos de la fuerza pública y los políticos conservadores, de pronto, nos trasladan a la década de los 70 del siglo XX: “insurgentes”, “terroristas”, “disidentes”, “subversivos”, “delincuentes”.
Por su parte, los medios de comunicación, con descaro total, manipulan la información y tratan de retratar a los manifestantes como desadaptados, vagos y retrógrados violentos. Conectan sin ambages su línea editorial con el discurso oficial de los gobiernos que culpan al terrorismo comunista regional. Sus mensajes absurdos son, en todo caso, efectivos en la población. Con esto, los regímenes encubren los intereses reales para reposicionar a las élites nacionales y logran justificar la represión y la violencia de Estado, y pasar las reformas neoliberales sin cuestionamientos. La violencia oficial es tal, que el rechazo ciudadano recuerda a la Santa Inquisición en reuniones sociales y familiares, redes sociales, en las aulas estudiantiles y el espacio público. Pensar o actuar distinto a la política y la doctrina oficiales se convirtió, de pronto, en un delito. Y con este pretexto, se censura académicos, profesionales, políticos y ciudadanos de a pie en todos los niveles sociales y estatales. Nos encontramos ante una restauración conservadora. ¿Cómo se originó?, ¿cómo funciona?, ¿para quién sirve? Veamos.
El triunfo de López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina después del desastre político de Macri, los buenos indicadores hasta hace poco en la Bolivia de Evo y el MAS, la persistencia del huésped incomodo de Maduro en Venezuela, y las posibilidades políticas intactas de las izquierdas del socialismo del Siglo XXI en Brasil, Ecuador, Uruguay y Paraguay, cayeron como un balde agua fría sobre el optimismo de los políticos conservadores. Una suma de errores tuvo un impacto enorme en este fenómeno. Por una parte, los países donde se restauró el orden tradicional leyeron mal el momento político de la Región. Creyeron que los grupos de izquierda, y los movimientos sociales, nuevos y tradicionales, no tenían la fuerza para resistir, y que podrían implementar políticas de mercado y ajuste estructural sin obstáculos, incluso con mayor facilidad, que en los años noventa.
Pero esto no es correcto. Si bien es cierto, la sociedad civil está debilitada luego de una década de intervención y clientelismo, las bases están intactas y buscan realizar un recambio de la vieja dirigencia, lo cual es un aliciente para movilizarse. Además, bien o mal, la década pasada supuso un aumento de la calidad de las condiciones de vida en toda la Región y la gente se acostumbró a las políticas sociales, algunas de amplio espectro y apoyo ciudadano.
Pensaron, además, que los cambios en los estilos de gobierno eran suficientes. Sin embargo, los ciudadanos apoyan liderazgos fuertes y lo consideran un mal menor si existe estabilidad política y económica.
Por último, las transiciones políticas del post socialismo del Siglo XXI fueron un fracaso, pues se impuso los intereses coyunturales de las élites locales, con lo cual allanó el camino para el retorno de los regímenes que tanto han criticado, pero tan hipócritamente han combatido. En Ecuador, el último día del correísmo fue el primero de lo mismo, y en las transiciones, parafraseando a Gramsci, no nació nada nuevo, pues nada de lo viejo murió. Revivió, en realidad, el garcianismo más rancio y mohoso que se puede imaginar.
Ante esto, los ciudadanos anhelan la política social de la última década, pero sin autoritarismo y mayor participación, y mayores libertades políticas y económicas, pero sin caer en la ortodoxia de los organismos multilaterales. No tienen claro el acalorado debate de cafetín sobre las izquierdas y las derechas, pero no quieren renunciar a la estabilidad política y social de la última década, o como en el caso de Chile, modelo por antonomasia del neoliberalismo regional, un nuevo pacto social más inclusivo y participativo.
La restauración conservadora emerge sobre esta ceguera política de las élites y porque intuyen que algo grande y funesto a sus intereses se está fraguando en la Región. Una cosa es que los ciudadanos voten por un outsider popular al que hay que ajustarse para sobrevivir, sea en nombre de cualquier ideología, y otra es que la gente reclame un nuevo orden social. A la larga, la máxima de Kissinger sobre Somoza, “sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, ha sido, históricamente, la línea de supervivencia pragmática de las élites y los grupos de poder.
Además, aparece porque la Región en términos políticos y sociales tiene las mismas condiciones de hace 30 años. Ningún régimen ha logrado modificar las estructuras coloniales sobre la que descansan la cultura, la política y el sentido de ciudadanía de los latinoamericanos. Podemos verlo en las discusiones sobre el pago de impuestos de los más pobres, el rol crítico de la educación, el aborto, la criminalización de la pobreza, el matrimonio igualitario, la responsabilidad del Estado respecto de los derechos y las garantías, la transparencia en la gestión de las instituciones públicas y privadas, la meritocracia, entre muchas otras. Una educación conservadora y canónica, y unas élites ignorantes y coloniales son las que están detrás de este conservadurismo político y social.
Esto explica, en parte, el clima de violencia social y política promovida desde el poder en contra de los disidentes en las olas de protestas en la Región de los últimos meses de este 2019. Al parecer, en este momento, las élites se sienten lo suficientemente posicionadas, por otra parte, por un presidente de los Estados Unidos dignos de cualquier banana republic. Así, el discurso securitista y antiterrorista de Trump es un buen combustible para la hoguera donde se quiere quemar a todo el progresismo de la Región. Regresaron los viejos terratenientes, dueños de estancos y haciendas, viejas encopetadas, chismosas e inquisidoras y las rancias élites despiadas de nuestra América para restaurar el orden que facilite su dominación, maximice sus utilidades, ya sin máscaras y a cualquier costo.
Sin embargo, no han entendido que los que protestan no lo hacen por ninguna bandera política ni poder temporal alguno, sino porque quieren cambios reales y tampoco quieren negociar sobre las migajas que caen de las mesas de los ricos. Están dispuestos a jugarse la vida por un futuro mejor para sus hijos y en búsqueda de condiciones más equitativas para las futuras generaciones en una Región donde están más del 70% de los recursos y donde pocas manos acumulan más que en cualquier parte del planeta. Necesitan dirección política y nuevos liderazgos, por eso la restauración conservadora pelea tanto los espacios de las estructuras políticas de masa, la hegemonía regional, el control de los aparatos ideológicos del Estado, y la represión directa de la resistencia social.
Mientras esto ocurre, los precios de los energéticos van en aumento para los siguientes años y Bolivia y Argentina acumulan el 80% del litio del mundo, razón por la cual, se orquestó un golpe de Estado que acabó con el primer presidente indígena, Evo; quien tenía los mejores indicadores económicos y sociales de la Región a pesar del déficit democrático de su gobierno. En su lugar, se armó un gobierno teocrático y represor dispuesto a llevar a la restauración conservadora a los albores del paleolítico, al canibalismo político y a una posible guerra civil. También, Venezuela es intervenida y bloqueada económica y políticamente, y usufructuada por Rusia y China, al tiempo que la doble moral de los “demócratas” de la Región reconoce a Guaidó, electo por un golpe parlamentario, como presidente legítimo.
América Latina arde con la fuerza del viento de profundas transformaciones y esto me lleva a una estrofa de la canción de Pablo Milanés: “Lo que brilla con luz propia nadie lo puede apagar; su luz puede alumbrar la obscuridad de otras cosas”.


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