América Latina: un nuevo Termidor y la Restauración Conservadora
América Latina: un nuevo Termidor y la Restauración Conservadora
Por: Luis Fernando Ávila Linzán.
Foto por: Carrusel de las artes. Escena de la película "Adieu, Louis XVI".
Luego
de los primeros años de la Revolución Francesa, operó como un afán de aplacar
las corrientes conservadoras y monárquicas después de la Constitución de 1793
en Francia, lo que se llamó “la época del terror”. Esta época estuvo marcada
por la persecución política contra los contrarrevolucionarios y la ejecución de
los disidentes, encabezada por Robespierre. Fue un régimen de izquierda
representado en el Parlamento por los de la Montaña que aglutinaba a los
jacobinos y los cordeliers, quienes habían derrotado a los girondinos. El
símbolo de este tiempo fue la guillotina, mecanismo para aplicar la pena de
muerte, que humanizaba la medida, pero también la hacía más efectiva y serial. En
1794, la correlación de fuerzas cambió y los ciudadanos estaban cansados de la
represión y la penosa situación social. Así, en termidor del año II (julio en
el calendario republicano) de ese año, los conservadores retoman el poder e
inician el desmontaje de las estructuras jacobinas.
Sin embargo, a pesar de que se eliminaron los
principales instrumentos institucionales y normativos, el termidor resultó ser
una transición tramposa para retornar al conservadurismo, exterminar a los
jacobinos y retornar a la restauración monárquica que en noviembre de 1794
permitió la conformación de un Directorio presidido por Barras hasta 1799
cuando Bonaparte dio un golpe de Estado (llamado el 18 Brumario) y se hizo
nombrar como primer cónsul de la República. En 1804, se autoproclamó emperador.
Es decir, desde el fervor ciudadano de la
Revolución Francesa de 1789 hasta la coronación de Bonaparte en 1803, se puede
ver las 4 etapas dialécticas de un proceso político de resistencia: a)
ideación: activismo-voluntarismo ciudadano; b) reacción: control de
contrarrevolución; c) estabilización: transición conservadora; y, d)
restauración conservadora: anulación de la revolución.
En este proceso, se enfrentan las élites y el
pueblo con la intermediación de una dirigencia política donde opera el campo
político en disputa que define la política real. Marx analizaba la última etapa
de este proceso en su obra 18 Brumario, pero lo interesante es que tomaba los
antecedentes que provocaron la “restauración conservadora”, pues su interés era
demostrar cómo debe gobernarse y controlarse un proceso revolucionario para que
no fracase. Una fase primordial para esto, está en el control de la
contrarrevolución y la transición.
Si esta lección hubiera sido asumida por
Gorbachov, posiblemente, la Unión Soviética aún existiera y Putin fuera un
militar retirado disfrutando de su pensión. China y Cuba, de manera distinta y
con estilos diferentes, tuvieron más claro el plan pragmático para gobernar una
transición política y perpetuar así un proceso revolucionario. Ahora, en este trabajo
quiero utilizar este esquema de análisis para poder entender lo que pasa hoy en
América Latina, donde ocurre un “nuevo termidor y la restauración conservadora”.
Así, América Latina vivió desde los años 50 un
largo período de progresiva represión política y militar que tenía como
objetivo asegurar la hegemonía de los Estados Unidos en la Región y evitar “la
contaminación comunista” del modelo cubano y el cuco soviético. En el fondo, la
Unión Soviética tenía una posición geopolítica ambigua en nuestra América y
parecía más bien parte de un acuerdo entre las potencias de respetar sus
territorios de influencia. No obstante, el imperialismo del norte implementó
varias políticas en varios niveles de la vida social para pelear contra los
comunistas que venían a “comerse a los niños y a violar a las mujeres”, a
“robarse las propiedades” y “matar curas”.
Aquello permitió proyectar la hegemonía
política mediante políticas sutiles, tales como la misión Kemmerer (1919-1930)
y la “Alianza para el Progreso” (1961-1970) para modernizar e institucionalizar
nuestras atrasadas democracias; y, otras menos sutiles como el Plan Cóndor y la
política de seguridad nacional (1970-1980) con la impronta de Kissinger para combatir
a los “terroristas y comunistas”.
No obstante, la resistencia de varios sectores
tuvo sus frutos en una primera ola de gobiernos de corte social, nacionalista y
progresista, incluso militares de este estilo. Y, a nivel teórico lo que
realizaron Raúl Prebisch, la CEPAL y los teóricos de la dependencia en
Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay en la Región planteó alternativas
progresistas ubicadas más en la centroizquierda: desarrollo endógeno,
nacionalización de los recursos estratégicos, sustitución de importaciones y
políticas contra cíclicas. En el caso de Ecuador, esto ocurrió con el
triunvirato militar y Guillermo Rodríguez Lara, quien hizo un intento de
política social y soberana en el período 1970-1978. Por su parte, fuertes
organizaciones sociales y partidos de izquierda en toda América Latina habían
acumulado fuerza y poder de negociación afectando los intereses de los
gamonales, terratenientes y los grupos de poder locales; y, grupos guerrilleros
en Centroamérica, Colombia, Perú, Argentina y Uruguay emergían generando
simpatía en sectores populares.
Ante la viabilidad de estos procesos
progresistas en la Región, la respuesta conservadora fue brutal. Las crudas
dictaduras del período 1960-1970 fueron una reacción imperialista para frenar a
las izquierdas y a estos gobiernos que amenazaban los intereses de las élites
locales y las nacientes multinacionales para la explotación de los energéticos.
Dictaduras puestas a dedo por los gobiernos de los Estados Unidos de América
dejaron a un lado las formas y opacaron, incluso por vía militar, cualquier proceso
por pacífico que sea. El lenguaje de la Guerra Fría y la ideología macartista sirvieron
como marco para el funcionamiento de gobiernos genocidas que tuvo su paradigma
más grotesco en el golpe de Estado contra Salvador Allende, quien fue el primer
marxista elegido democráticamente en el Mundo y que planteaba, aún a pesar del
enojo del Partido Comunista soviético, una vía chilena hacia el socialismo.
En este contexto, se perdieron las formas y la
respuesta fue descaradamente militar y policial. La propaganda anticomunista
fue frontal y se inició una purga en todos los niveles sociales y los
justificativos de los dictadores cada vez eran menos frecuentes. Las familias
adineradas salieron a las calles a enfrentar al comunismo y todo lo contrario
fue considerado subversivo. Existió, de esta manera, una restauración
conservadora y el ciclo político comienzó una vez más. Veamos cómo ocurre.
(1)
La ideación. Una segunda ola experimentó la Región en la década de los
80 con gobiernos socialdemócratas que planteaban políticas sociales para el
cooperativismo, la alfabetización y postulaban la inmoralidad de la deuda
externa. El retorno a la democracia formal fue un renacer político en todo
sentido. Durante esta década, las políticas sociales y nacionalistas eran una
forma de equilibrio, al cual las élites se vieron obligadas para evitar una
explosión social que abriera las puertas a gobiernos más radicales, aunque el
bloque soviético mostraba ser insostenible hasta que colapsó con la caída del
Muro de Berlín en 1989. La política anticomunista de seguridad nacional estaba,
sorpresivamente, por ser abolida.
La respuesta termidoriana fue inmediata: el
Consenso de Washington, y las nuevas reglas de la política del mercado
internacional globalizado llegaron a nuestra América en forma de “medidas de
ajuste estructural” y “gobernabilidad”, que fueron luego conocidas como
“neoliberalismo”. La década de los 90 fue convulsionada por la eliminación o
inoculación de todo movimiento insurgente, y el aparecimiento de fuertes
movimientos sociales de obreros, campesinos e indígenas, y cientos de
organizaciones no gubernamentales progresistas que crecieron como efecto
colateral de las políticas de intervención de la Cooperación Internacional de
los países del primer mundo. No obstante, el neoliberalismo resultó ser un
desastre que provocó desempleo, precarización laboral, acumulación de mayores
riquezas en pocas manos, procesos inflacionarios que generaron hambre y flujos
migratorios, y violencia política en perjuicio de los disidentes.
Como consecuencia, la Región experimentó una
tercera ola progresista que comenzó con la Constitución de 1999 de la República
Bolivariana de Venezuela y que se extendió a Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador,
Honduras, Nicaragua, Paraguay, y Uruguay bajo la égida del llamado “socialismo
del siglo XXI”. El modelo recogía un acumulado histórico de luchas sociales y
las nuevas perspectivas sobre la naturaleza, el género, las libertades
políticas, la planificación y la democracia participativa. A pesar de que estos
procesos políticos se realizan dentro de las reglas formales de la democracia,
fueron llamados revoluciones y planteaban una refundación del orden político y
soberanía para el manejo de los recursos. Los sectores conservadores se unieron,
pues consideraban que este nuevo proceso tenía viabilidad política, pero las
reglas institucionales ya no les servían. Hubo una explosión de ciudadanía y de
esperanza en todo el continente, y el lenguaje y las políticas de intervención
anticomunista no funcionaba ya, mientras un gobierno progresista finalmente
asumía el poder en los Estados Unidos con el primer presidente negro, Barack
Obama, quien se había planteado una agenda social de amplio espectro.
Un fervor de transformación social y
revolución democrática se apoderaron del ánimo de los latinoamericanos y de
nada valió los insultos de unos pocos desde sus BMW y el amarillismo de los
medios obedientes a sus dueños. Era el momento para golpear en el piso al orden
colonial de nuestra América y de celebrar con los nuevos ciudadanos y
ciudadanas que nos convocábamos para un nuevo contrato social. En ese momento,
los procesos constituyentes y las reformas estructurales eran una fiesta
democrática y participativa.
(b)
La reacción. Los sectores conservadores no se hicieron esperar y se
usaron todos los aparatos ideológicos en manos de las élites, especialmente,
los medios de comunicación y la presión directa de los grupos económicos. No
obstante, tenían estos grupos poca experiencia en la movilización de masas, y la
fuerte gestión de gobierno de los regímenes que fueron ocupados
democráticamente por las nuevas izquierdas y liderazgos de corte popular
lograron resistir en toda la Región. El precio de los derivados energéticos y
las materias primas en la primera década del siglo XXI dieron la oportunidad a
estos gobiernos de mantener altos niveles de popularidad a pesar de los ataques
de todo tipo de los sectores de oposición. Aplastantes victorias electorales y
una dosis de autoritarismo institucional logaron en un primer momento frenar la
reacción conservadora. Un discurso de amigo-enemigo y la simbología de
transformación fueron efectivos y presentaban a una nueva clase dirigente, que se
integraban a la lucha progresista por las nuevas agendas ciudadanas.
Pero la contrarrevolución vino con el tiempo
por implosión. Las nuevas izquierdas en el poder no lograron consolidar
partidos políticos de masa con militancia, programas políticos, democracia
interna, alternancia de liderazgos, creación de cuadros políticos y estructura
organizativa; y, más bien, se sostuvieron en fuertes liderazgos que pronto, en
la mayoría de casos, se transformaron en personalistas y autoritarios. Esto
acentuó las contradicciones y permitió incorporar a cuadros de los partidos y
las élites tradicionales, y a realizar alianzas con grupos económicos
emergentes, quienes en algunos casos habían apoyado campañas, e invertido
dinero a estos nuevos procesos con la consabida estrategia de “apostar a todos
los caballos”.
Al mismo tiempo, la debacle de los sectores de
oposición permitió a estos regímenes acumular todo el poder con el consecuente
debilitamiento de las instituciones de control. Ello llevó a inflar el gasto
público inorgánico y a desbaratar la política de planificación que en un principio
había sido exitosa, emergiendo el clientelismo, la corrupción y el abuso del
poder. En el segundo lustro de esta década, dos elementos agravaron las
condiciones para el declive político de las nuevas izquierdas: la caída de los
precios de nuestras materias primas, especialmente, el petróleo que llevó a
hacer recortes impopulares y a entregarse al agiotismo colonial de los bancos
chinos; y, el ascenso al poder de un gobernante mentalmente inestable, un
gorila grotesco y populista en los Estados Unidos de América, Donald Trump.
Las primeras derrotas políticas de estos
regímenes se sucedieron se dieron y su dirigencia no comprendió el nuevo
contexto ni los errores de conducción política, y creyeron poder sostenerse con
propaganda, uso del aparato estatal aún en su control, y fuertes dosis de
autoritarismo. Una vez más, la contrarreforma terminó por sacar a las nuevas
izquierdas no sin histrionismo, victimización y total ceguera política a largo
plazo: en Paraguay Lugo fue depuesto por un golpe parlamentario; Argentina fue
entregada al empresario servil de Macri; Brasil fue secuestrada por un sutil
golpe de Estado parlamentario y prendada al fascista criollo Bolsonaro;
Venezuela se sostiene aún por los intereses de las Fuerzas Armadas y el bobalicón
de Maduro; Nicaragua está gobernada por la dictadura folclórica de Ortega y su
esposa; y, Bolivia acaba de sufrir un golpe de Estado que sacó a Evo del poder
y reemplazó a la Constitución por la bíblica y una autoproclamada presidenta fascista.
Ecuador es un caso aparte. Una transición poco
estratégica afectada por la puerilidad y el personalismo de Rafael Correa,
sumado al desgobierno de Lenin Moreno, ha abierto la puerta para el retorno de
los partidos y sus líderes tradicionales, y la resurrección política de, al
menos, una docena de cadáveres insepultos de la política. Por eso, por citar un
par de ejemplos, vemos a Alberto Dahik, político conservador, destituido por el
escándalo del uso de los gastos reservados para comprar votos en el parlamento
y Oswaldo Hurtado, vicepresidente de Jaime Roldós, quien fue presidente por la
muerte del presidente y sin apoyo popular alguno, quien sucretizó la deuda en dólares
en favor de los bancos, haciendo opinión pública sin ningún rubor.
En fin, la caída de los precios de los
energéticos y materias primas en la economía global, errores propios de las
nuevas izquierdas y la intervención de las élites, quienes fueron los que más
lucraron en este período de transformaciones a pesar de su pública oposición, y
la desinstitucionalización que terminó boicoteando las obras estratégicas, la
planificación y la política social, cambiaron la geopolítica en la Región y despertaron
al leviatán dormido del neoliberalismo.
(3)
La estabilización. Con las nuevas izquierdas en el suelo y los
movimientos sociales degradados después de haber sido cooptados e
instrumentalizados por la lógica burocrática del Estado y, luego de que la
izquierda tradicional y los sindicatos fueron pulverizados por su propia
dinámica o su ortodoxia, las élites comprendieron que debían iniciar un período
de transición que se debía vender a los ciudadanos como “estabilización” o
“reinstitucionalización” (En Brasil y Ecuador) y en su nombre, comprendieron, era
necesario implementar una cacería de brujas para asegurar la hegemonía
tradicional. Se usaría las mismas herramientas, pero ahora contra ellos: un
nuevo termidor. En Argentina le llamaron “cambo gradual”.
Si al inicio de los gobiernos del socialismo
del Siglo XXI, en Ecuador la dicotomía política amigo-enemigo era
partidocracia-democracia participativa (partidocracia-correísmo), ahora sería
correísmo-anticorreísmo, como fue en el termidor francés: Robespierre/terror jacobino-conservadurismo/estabilidad.
De esta manera, en Ecuador se designó el Poder
Ejecutivo designó a dedo a un Consejo de Participación Ciudadana transitorio
que tenía como objetivo evaluar a las autoridades de justicia y control
nombradas por “el correísmo”, y elegir a las nuevas autoridades, ahora
santificadas por el octogenario Julio César Trujillo. La primera tarea se realizó
con relativo éxito, pero no ocurrió el cambio de autoridades independientes,
sino sólo el cambio de manos, proceso manchado, además, por una serie de escándalos
de intervención y corrupción de los integrantes y funcionarios de este
organismo. Un fracaso total planificado fue esta transición, pero la clase
política la sacralizó en nombre de “combatir al correísmo”. Hicieron la mirada
a un lado y se repartieron la torta entre todos los nuevos y antiguos comensales.
A partir de esto, toda la actuación del Estado y la clase política estuvo
dirigida a barrer todo vestigio del régimen anterior y justificar todo abuso
con este placebo: “sancionar la corrupción” y “recuperar lo robado”.
El modelo económico anterior que había dado
estabilidad, a pesar del tradicional drenaje de recursos públicos, y había
propiciado que sea el Estado el motor principal del desarrollo y la
redistribución de la riqueza, fue eliminado de raíz. Hay que reconocer que, con
todos los defectos, hubo un intento de política social y obras estratégicas y estructurales.
Pero la década de Correa había desgastado las aspiraciones políticas de Alianza
País y, desde 2013 experimentó varias derrotas políticas y expresiones
autoritarias en todos los niveles que terminaron por hipotecar toda posibilidad
de permanencia. Correa y su séquito cercano tuvieron la difícil misión de
encontrar un candidato a presidente de la República, una vez que la presión
social hizo imposible la reelección indefinida. Obligaron, según sus propias
palabras, a Lenin Moreno como candidato a presidente y le impusieron a Jorge
Glass como binomio. El cálculo político fue equivocado, puesto que Glass le
restaba votos y, si la idea era que éste controlara a Lenin en el gobierno, no
se tomó en cuenta que el cargo de vicepresidente tiene un poder atenuado casi
fútil. Aquello casi lleva a perder las elecciones que se ganaron por escaso
margen y con serios cuestionamientos, mientras que el ministro del Interior,
José Serrano, daba unas curiosas declaraciones sobre el hecho que él habría
obtenido más votación para Asambleísta Nacional que Lenin.
Una vez que se apagaron las candilejas de la
celebración por el triunfo, Rafael Correa intentó gobernar a través de Lenin.
Pero éste tenía otros planes. Su alejamiento del nido correísta, lo dejó sin
partido político y sin apoyo de ningún sector de la política real. La opción
difícil era aglutinar a los sectores sociales y progresistas para gobernar con
ellos o la fácil que era someterse a poderes más grandes o de igual fuerza para
combatir a Correa. Esto le llevó a entregar el frente económico al Partido
Social Cristiano, la Asamblea Nacional a CREO y una turba de grupos económicos
menores y lo que quedaba en varias facciones de intermediarios y tecnócratas
para asegurar su gestión. Logró, no obstante, un débil bloque del morenismo de
Alianza País en la Asamblea y el proyecto de construir su propia estructura
política denominado Democracia Sí hasta el momento es un fracaso. Todo esto,
sumado a precios inestables del petróleo y alto gasto estatal, debilitó al
gobierno de Lenin quien ahora adjura del correísmo y de su amistad personal con
Correa y su grupo, mientras éstos le llaman traidor.
El resultado es el desgobierno y la
instrumentalización política de los grupos económicos, los partidos de derecha
y su dirigencia. Por esta razón, a pesar de que la aceptación de su gestión es
inferior al 15%, la clase política pelea por mantener este orden que cosas que
le es útil. Estas contradicciones le llevaron a intentar un paquetazo económico
el 1 de octubre de 2019, donde se eliminaba el subsidio a la gasolina y con
medidas de mitigación únicamente para la gran empresa y las exportaciones
tradicionales. Subestimaron a los sectores sociales y sucumbieron a la presión
del FMI, quien exige condiciones de pago para un nuevo desembolso para cubrir
el supuesto déficit fiscal que dejó “la mesa servida” del correísmo. En Haití
llevaban ya varias semanas los ciudadanos levantados en contra de la corrupción
del Presidente Jovenel Moïse.
Mientras tanto, se judicializó los casos de
corrupción del anterior gobierno con el apoyo de la propaganda, ahora de los
medios de comunicación privados y la anuencia de los caciques nacionales, y el
uso político del Poder Judicial y la Fiscalía. Es decir, en términos
termidorianos, se utilizó los mismos instrumentos del terror político del
anterior régimen, para bloquear a un hiperactivo Rafael Correa que amenaza con
volver y poner en orden la casa.
El resultado fue la explosión social y una
respuesta represiva sin precedentes de parte del aparato de seguridad del
Estado que duró más de 10 días, y dejó 12 muertos, cientos de heridos y daños
materiales en varias ciudades. En respuesta y en nombre de la estabilidad y el
anticorreísmo, el gobierno montó el andamiaje para judicializar a varios
dirigentes del régimen anterior, sobre el entendido de que organizaron un golpe
de Estado con el apoyo de eje del mal castro-chavista. Las evidencias,
anotaciones, mensajes en redes sociales que pedían derrocar al gobierno, y unas
declaraciones de Diosdado Cabello sobre una brisita bolivariana, y varios
diagramas garabateados en hojas sueltas. Con este exceso de “debido proceso”,
se logró eliminar toda organización para la competencia política en las
elecciones presidenciales de 2021 y con varios llamados a juicio, se cierra la
posibilidad de que Correa participe en dichas elecciones. No obstante, éste
conserva aún un 20% de voto duro.
A este levantamiento social promovido por las
bases del Movimiento Indígena en Ecuador, le siguieron fuertes protestas en Bolivia,
Chile, Panamá y Colombia reclamando por políticas sociales, inclusión y más
democracia, al punto que podemos decir que nos encontramos ante una especie de
Primavera Latinoamericana.
Igual que en el Termidor francés, en la
transición ecuatoriana, con la persecución a los dirigentes del régimen caído y
con los mismos instrumentos ni maneras de aquellos, se anula toda posibilidad
de contestación social y de alternativas políticas que no sean el
conservadurismo político y las políticas neoliberales. Con ello se guillotina
las posibilidades del progresismo político y el acceso a la política de las
izquierdas. Pero lo más grave y peligroso es la restauración conservadora, cuya
función es entronizar a la violencia política como método de supervivencia
política de las élites, garantizado por el Estado, el derecho y las
instituciones, y castigar a todo aquel que piense o actúe distinto.
(4)
La restauración conservadora. “Rotos de mierda”, “indios vándalos”, “delincuentes”,
“putas desocupadas”, “comunistas sucios”, “golpistas”, “corruptos”,
“chavistas”, son parte de las expresiones que se repiten en toda la Región,
tanto en la represión de las protestas, y disimuladamente, en los medios de
comunicación, en la propaganda y en los discursos oficiales. Al mismo tiempo, el
discurso y las estrategias belicistas de los gobiernos en la Región recuerdan
al Plan Cóndor y a las dictaduras de los 60-70 en el Cono Sur y en Centro
América. El lenguaje del poder y los estilos políticos de la fuerza pública y
los políticos conservadores, de pronto, nos trasladan a la década de los 70 del
siglo XX: “insurgentes”, “terroristas”, “disidentes”, “subversivos”, “delincuentes”.
Por su parte, los medios de comunicación, con
descaro total, manipulan la información y tratan de retratar a los
manifestantes como desadaptados, vagos y retrógrados violentos. Conectan sin
ambages su línea editorial con el discurso oficial de los gobiernos que culpan
al terrorismo comunista regional. Sus mensajes absurdos son, en todo caso,
efectivos en la población. Con esto, los regímenes encubren los intereses
reales para reposicionar a las élites nacionales y logran justificar la
represión y la violencia de Estado, y pasar las reformas neoliberales sin
cuestionamientos. La violencia oficial es tal, que el rechazo ciudadano
recuerda a la Santa Inquisición en reuniones sociales y familiares, redes
sociales, en las aulas estudiantiles y el espacio público. Pensar o actuar
distinto a la política y la doctrina oficiales se convirtió, de pronto, en un
delito. Y con este pretexto, se censura académicos, profesionales, políticos y
ciudadanos de a pie en todos los niveles sociales y estatales. Nos encontramos
ante una restauración conservadora. ¿Cómo se originó?, ¿cómo funciona?, ¿para
quién sirve? Veamos.
El triunfo de López Obrador en México, Alberto
Fernández en Argentina después del desastre político de Macri, los buenos
indicadores hasta hace poco en la Bolivia de Evo y el MAS, la persistencia del
huésped incomodo de Maduro en Venezuela, y las posibilidades políticas intactas
de las izquierdas del socialismo del Siglo XXI en Brasil, Ecuador, Uruguay y
Paraguay, cayeron como un balde agua fría sobre el optimismo de los políticos
conservadores. Una suma de errores tuvo un impacto enorme en este fenómeno. Por
una parte, los países donde se restauró el orden tradicional leyeron mal el
momento político de la Región. Creyeron que los grupos de izquierda, y los
movimientos sociales, nuevos y tradicionales, no tenían la fuerza para
resistir, y que podrían implementar políticas de mercado y ajuste estructural
sin obstáculos, incluso con mayor facilidad, que en los años noventa.
Pero esto no es correcto. Si bien es cierto,
la sociedad civil está debilitada luego de una década de intervención y
clientelismo, las bases están intactas y buscan realizar un recambio de la
vieja dirigencia, lo cual es un aliciente para movilizarse. Además, bien o mal,
la década pasada supuso un aumento de la calidad de las condiciones de vida en
toda la Región y la gente se acostumbró a las políticas sociales, algunas de
amplio espectro y apoyo ciudadano.
Pensaron, además, que los cambios en los
estilos de gobierno eran suficientes. Sin embargo, los ciudadanos apoyan
liderazgos fuertes y lo consideran un mal menor si existe estabilidad política
y económica.
Por último, las transiciones políticas del
post socialismo del Siglo XXI fueron un fracaso, pues se impuso los intereses
coyunturales de las élites locales, con lo cual allanó el camino para el
retorno de los regímenes que tanto han criticado, pero tan hipócritamente han
combatido. En Ecuador, el último día del correísmo fue el primero de lo mismo,
y en las transiciones, parafraseando a Gramsci, no nació nada nuevo, pues nada
de lo viejo murió. Revivió, en realidad, el garcianismo más rancio y mohoso que se puede
imaginar.
Ante esto, los ciudadanos anhelan la política
social de la última década, pero sin autoritarismo y mayor participación, y
mayores libertades políticas y económicas, pero sin caer en la ortodoxia de los
organismos multilaterales. No tienen claro el acalorado debate de cafetín sobre
las izquierdas y las derechas, pero no quieren renunciar a la estabilidad
política y social de la última década, o como en el caso de Chile, modelo por
antonomasia del neoliberalismo regional, un nuevo pacto social más inclusivo y
participativo.
La restauración conservadora emerge sobre esta
ceguera política de las élites y porque intuyen que algo grande y funesto a sus
intereses se está fraguando en la Región. Una cosa es que los ciudadanos voten
por un outsider popular al que hay que ajustarse para sobrevivir, sea en nombre
de cualquier ideología, y otra es que la gente reclame un nuevo orden social. A
la larga, la máxima de Kissinger sobre Somoza, “sí, es un hijo de puta, pero es
nuestro hijo de puta”, ha sido, históricamente, la línea de supervivencia
pragmática de las élites y los grupos de poder.
Además, aparece porque la Región en términos
políticos y sociales tiene las mismas condiciones de hace 30 años. Ningún
régimen ha logrado modificar las estructuras coloniales sobre la que descansan
la cultura, la política y el sentido de ciudadanía de los latinoamericanos.
Podemos verlo en las discusiones sobre el pago de impuestos de los más pobres, el
rol crítico de la educación, el aborto, la criminalización de la pobreza, el
matrimonio igualitario, la responsabilidad del Estado respecto de los derechos
y las garantías, la transparencia en la gestión de las instituciones públicas y
privadas, la meritocracia, entre muchas otras. Una educación conservadora y
canónica, y unas élites ignorantes y coloniales son las que están detrás de
este conservadurismo político y social.
Esto explica, en parte, el clima de violencia
social y política promovida desde el poder en contra de los disidentes en las
olas de protestas en la Región de los últimos meses de este 2019. Al parecer,
en este momento, las élites se sienten lo suficientemente posicionadas, por
otra parte, por un presidente de los Estados Unidos dignos de cualquier banana
republic. Así, el discurso securitista y antiterrorista de Trump es un buen
combustible para la hoguera donde se quiere quemar a todo el progresismo de la
Región. Regresaron los viejos terratenientes, dueños de estancos y haciendas,
viejas encopetadas, chismosas e inquisidoras y las rancias élites despiadas de
nuestra América para restaurar el orden que facilite su dominación, maximice
sus utilidades, ya sin máscaras y a cualquier costo.
Sin embargo, no han entendido que los que
protestan no lo hacen por ninguna bandera política ni poder temporal alguno,
sino porque quieren cambios reales y tampoco quieren negociar sobre las migajas
que caen de las mesas de los ricos. Están dispuestos a jugarse la vida por un
futuro mejor para sus hijos y en búsqueda de condiciones más equitativas para
las futuras generaciones en una Región donde están más del 70% de los recursos
y donde pocas manos acumulan más que en cualquier parte del planeta. Necesitan
dirección política y nuevos liderazgos, por eso la restauración conservadora
pelea tanto los espacios de las estructuras políticas de masa, la hegemonía
regional, el control de los aparatos ideológicos del Estado, y la represión
directa de la resistencia social.
Mientras esto ocurre, los precios de los
energéticos van en aumento para los siguientes años y Bolivia y Argentina
acumulan el 80% del litio del mundo, razón por la cual, se orquestó un golpe de
Estado que acabó con el primer presidente indígena, Evo; quien tenía los
mejores indicadores económicos y sociales de la Región a pesar del déficit
democrático de su gobierno. En su lugar, se armó un gobierno teocrático y
represor dispuesto a llevar a la restauración conservadora a los albores del paleolítico,
al canibalismo político y a una posible guerra civil. También, Venezuela es
intervenida y bloqueada económica y políticamente, y usufructuada por Rusia y
China, al tiempo que la doble moral de los “demócratas” de la Región reconoce a
Guaidó, electo por un golpe parlamentario, como presidente legítimo.
América Latina arde con la fuerza del viento
de profundas transformaciones y esto me lleva a una estrofa de la canción de
Pablo Milanés: “Lo que brilla con luz propia nadie lo puede apagar; su luz
puede alumbrar la obscuridad de otras cosas”.
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