¿Terror o error inexcusable?

 





¿Terror o error inexcusable?

 

Por: Luis Fernando Ávila.[1]

Foto por: www.monsieurdevillefort.wordpress.com

I. Transformación y (des) transformación de la justicia

Posiblemente, uno de los términos más maniqueos y sobreutilizados en los últimos tiempos sea “terrorismo”. En su acepción más simple y sin profundizar mucho en las connotaciones que tendría, sería todo acto sistemático de violencia perpetrado para provocar en la población una sensación de terror o la muerte con fines políticos. Es un término tan ambiguo, no obstante su aparente precisión en documentos e instrumentos internacionales entre los Estados, que no sólo opera para cuestionar a grupos organizados con fines políticos de la sociedad civil, sino que sirve para justificar las acciones militares y de todo tipo en los países afectados para aplicarles todo el peso de la ley. Así, esta palabra parece incluir a todo opositor por medios violentos, pero también a todos los regímenes políticos que los reprimen. Hay, entonces, terrorismo civil y terrorismo de Estado.

De esta manera, la población civil se encuentra en medio de dos aguas. Por una parte, los grupos políticos que se organizan para subvertir el orden con fines emancipatorios, y por la otra, los Estados respondiendo con todo el poder y el imperio de la violencia legalizada. Ambos bandos cometen excesos y tienen en su actuación fines altruistas, liberadores y civilizatorios. Una diferencia, sin embargo, es la capacidad de respuesta. Mientras los grupos irregulares tienen como techo sustituir un orden político determinado, los Estados operan sobre un techo más amplio: la aniquilación de la humanidad. Aquello hace que la respuesta de los Estados se convierta normalmente en genocidios, torturas y crímenes de guerra y de lesa humanidad. Por supuesto, esto no significa justificar la violencia de los disidentes; sino identificar en el problema quién tiene mayor posibilidad de causar daño y quién es el, estructuralmente, débil en la geopolítica global.

Sin embargo, en la realización del terror existen varios niveles de gravedad entre dos extremos íntimamente relacionados: la muerte violenta y la violencia simbólica. A pesar de esto, sólo existe en la opinión pública el extremo mortal (incluso, el más grave y grotesco), y únicamente la provocada por los grupos irregulares, quienes son presentados como bárbaros y sanguinarios. Por supuesto, esto es también representa una relación política asimétrica y es el resultado del impacto de los aparatos ideológicos de los Estados centrales, particularmente, los medios de comunicación masivos, los sistemas educativos y su capacidad real de incidencia en los organismos internacionales. Así, los países centrales y sus ejércitos aparecen como estandartes de la civilización, la racionalidad y la democracia. Por esto suena altisonante el término “terrorismo de Estado”.

Pero no todo el terror es extremo y hay algunos actos que, matizados, tienen el mismo efecto: provocar un sentimiento de miedo. Aún en este nivel de violencia existe una gradación. Pensemos en los grupos irregulares en Colombia hasta antes de la firma de la paz en 2016. Varios actos de violencia simbólica (amenazas e intimidación) operan en el mismo sentido de la amplia definición de terrorismo. Igualmente, ese mismo tipo de violencia simbólica disuade a los irregulares para la extensión de la guerra a las áreas urbanas.

Todo lo anterior explica en alguna medida la violencia simbólica de los Estados modernos respecto de los ciudadanos. Así, puede actuar directamente eliminando individuos o menoscabándolos en su integridad mediante prácticas de tortura, trato inhumano, cruel y degradante, como ocurrió en varios países de Centroamérica y del Cono Sur en la década de los setenta. O puede, también, “disuadirlos” para que no afecten sus intereses. En esta segunda posibilidad, esta disuasión puede derivar de la violencia directa ejercida por un Estado, por ejemplo, judicializando sistemáticamente a los grupos políticos disidentes; o, puede presentarse autónomamente por medio de mecanismos que, indirectamente, ejercen castigo (consecuencias jurídicas o potencial de causar daño) en los individuos. Con esto no quiero decir –aclaro- que los Estados modernos sean terroristas en sí mismo, sino que en mayor o menor medida, todos ejercen algún tipo de violencia institucionalizada, en un espacio de decisión política que debe ser reducido o sus efectos inoculados, con el fin evitar la infracción de los derechos y realizar la democracia. Un instrumento útil para este fin es el constitucionalismo actual, aquel que postula el desarrollo del Estado constitucional como un remedio y poder de autolimitación del ejercicio la violencia institucionalizada.

Sobre esta base política en Ecuador se erigió la reforma judicial a partir de la Constitución de 2008 en dos dimensiones. Una que era la negativa respecto de privilegiar el mínimo de intervención respecto de las libertades civiles y la positiva que desarrollaba la intervención del Estado para garantizar el acceso sustancial a la justicia. A esto le llamamos políticamente, en su momento, “transformación de la justicia”. De acuerdo a esto, mientras que en las áreas de seguridad y criminalidad se proponía la mínima intervención, en lo que respectaba a la política de justicia la idea era desarrollar mecanismos efectivos para asegurar que el sistema de justicia integre los conflictos que afectaban estructuralmente a los excluidos. Nuestra intención, desde un ideal de izquierda, era que el Poder Judicial se convirtiera en un instrumento para la transformación social y en una tribuna de esperanza para los más pobres.

A pesar de esto, en 2010 se da un giro político conservador en varios niveles del Estado y comienza algo que podríamos llamar “(des) transformación de la justicia”. Para aquella época y luego de la aprobación del Código Orgánico de la Función Judicial (COFJ), cuerpo jurídico que coordiné desde el Ministerio de Justicia (2009), ya advertía el inicio de una especie de contrarreforma en uno de los libros colectivos que edité desde la Corte Constitucional (2011), incluso antes de la consulta popular (donde se manifestaba sin pudor la intención de “meter las manos” en la justicia). Varios hechos políticos se conjugaron para este giro: la rebelión de un grupo de policías (el 30-S), la derrota política del Movimiento Alianza País en las elecciones locales de 2013 y la emergencia de la agenda de seguridad como un tema insignia de la oposición; y, un reacomodo de las fuerzas conservadoras dentro régimen. Cuando hablaba de la contrarreforma, había varias instituciones judiciales que permitían diagnosticarla. Uno de las más importantes era el denominado “error inexcusable”. Este mecanismo se incluyó como una de las causales para la destitución de un servidor judicial (falta gravísima), junto con otros dos: negligencia manifiesta y falta de motivación. Ambos provocarían la vulneración de la independencia judicial interna. Tomo el error inexcusable para el análisis, pues su lógica se aplica a los otros mecanismos. Todos ellos forman parte de una forma de violencia institucionalizada que controla directamente o disuade a los servidores judiciales frente a los intereses políticos del gobierno y del Estado y las decisiones judiciales progresistas. ¿Pero se trata de un mecanismo nuevo?

No, pero en todo caso, sí es innovador. Resulta ser lo mismo que en la normativa secundaria a la Ley Orgánica de la Función Judicial se denominó “irregularidad jurídica” (en la cultura judicial llamada, más bien, “aberración jurídica”). Y en el COFJ se incluyó esta figura con el motivo de ejercer una especie de poder de corrección para asegurar la calidad técnica de la actividad judicial, y así se injertó este mecanismo tomado del ordenamiento jurídico colombiano, donde era una causal (con criterios jurisprudenciales que aumentó la Corte Constitucional para asegurar que sea exequible constitucionalmente) del error judicial, que estaba dirigido para la responsabilidad civil de los jueces. Para el Poder Judicial colombiano, sería aberrante incluir esta causal para el régimen disciplinario de sus servidores. En Ecuador, no sólo se lo hizo sino que, al mismo tiempo, también se creó una débil jurisdicción para el error judicial a cargo del Tribunal Contencioso Administrativo, organismo dependiente del Consejo de la Judicatura.

La Defensoría Pública presentó en 2016 un proyecto de reforma al COFJ que sugiere la eliminación total del error inexcusable (negligencia manifiesta y falta de fundamentación). Frente a esta propuesta, un sector de la academia propone que no se elimine, sino que se establezca criterios para perfeccionar esta institución cuestionada, o que se le dé la posibilidad al juez de alzada de sancionar. Por supuesto, la posición oficial ha sido negar que aquella afecte la independencia judicial interna, y se ha justificado los expedientes en contra de varios funcionarios “indisciplinados” en la búsqueda de eficiencia (como sinónimo únicamente de velocidad de respuesta) y de calidad de la actuación judicial. También, se ha dicho que se justifica esta intervención para evitar actos de corrupción. Aquí se confunde la actividad jurisdiccional (actos internos del proceso) y los demás actos públicos. Respecto de los últimos, existe poder disciplinario suficiente en las faltas administrativas del COFJ (sin contar los delitos del Código Orgánico Integral Penal): corrupción, acoso de todo tipo, daños a los implementos, pérdida y ocultación de documentos, ebriedad en el lugar de trabajo, actitud indecorosa, etc… Pero extender este poder a los actos jurisdiccionales, los cuales tienen instancias judiciales para su revisión y perfeccionamiento, resulta una invasión abusiva e innecesaria al Poder Judicial y la destrucción del debido proceso.

En todo caso, estas posturas contrarias a la eliminación total del error inexcusable se juntan en un lamentable error político, creer que es necesario el control político de la justicia. A mi manera de ver, el error inexcusable es algo más que un mecanismo que vulnera el derecho a la independencia judicial interna, es una constancia del terror como política de violencia simbólica del Estado, que está por encima de cualquier gobierno, y que tienen dos funciones. Una, mantener el orden dominante y los intereses de las élites; y, dos, evitar la insurgencia judicial como método de transformación y de control del poder político.

 

II. Crítica a la argumentación sobre el control político de la justicia

1. El argumento ideológico

Un argumento muy fuerte para legitimar el control político del Poder Judicial es que así se garantizaría un desarrollo progresista del derecho y las instituciones en favor de varias agendas políticas en beneficio de la sociedad civil. Algunas de esas agendas son estructurales y otras, más bien, son coyunturales. De las unas, las que se refieren a los trabajadores, campesinos y los niños, y de las otras lo relativo a la protección de grupos atención prioritaria, por citar algunos ejemplos.

El problema es que los jueces, respecto de lo estructural, suelen ser conservadores, pues normalmente responden a incentivos institucionales; y, respecto de lo coyuntural, son igualmente conservadores, pero el motivo está más relacionado con el miedo burocrático a las innovaciones y al desconocimiento.

Por esto, las corporaciones y los grupos de sociedad civil presionan al Poder Judicial para que se fuerce el derecho en favor de sus intereses particulares. Aquello se agrava si su dirigencia se integra a las instituciones estatales y judiciales.

Aquello propicia una especie de “voluntarismo judicial” que justifica la intervención “de buena fe”. El fin es asegurar que las agendas políticas se hagan realidad instrumentando al Poder Judicial. Es más fácil en este ámbito, debido a que los otros poderes tienen un origen electivo -por tanto, responsabilidad política ante sus electores-, y porque en ellos los procesos deliberativos y de decisión política son más complejos. Así, todo aquello que se oponga a estas agendas en lo judicial, ¿por qué no llamarlo “error inexcusable”?

No obstante, esta aparente buena fe esconde un defecto de fábrica. El Poder Judicial se organiza verticalmente y no dispone de procesos abiertos de deliberación democrática, así que dependerá de la voluntad de quienes administren este poder del Estado para que las agendas sean viables y se materialicen en las providencias judiciales, lo cual abre la puerta a que únicamente se integren al control judicial las agendas que tengan apoyo popular en la opinión pública y, por tanto, den réditos políticos inmediatos. ¿Cuáles tienen ese pedigrí? Las que conecten con los miedos y la moral de las clases dominantes: procesos rápidos para los delitos de baja cuantía contra la propiedad (por drogas en un gran porcentaje), procesos penales sin garantías por violencia en todas sus formas contra mujeres y la familia, muertes violentas (particularmente, femicidios) y delitos sexuales -especialmente en los cuales están involucrados menores de edad-. A esto se ha denominado populismo penal, que ha tenido como resultado: aumento y desproporción de las penas, instituciones extravagantes –sicariato, secuestro exprés, delito de divulgación de secretos personales, etc.-, abuso de la prisión preventiva, políticas se seguridad que afectan la intimidad y la integridad de los pobres, y la instauración de un régimen de castigo en el sistema penitenciario.

Al mismo tiempo, la permanencia de estas agendas dependerá de las autoridades que ejercen el gobierno judicial. Cuando se vayan y vengan otras, serán nuevas agendas de moda el dogal de la política de justicia. ¿El fascismo judicial que produce la intervención ideológica justifica racionalmente el terror judicial?

Lo dicho no quiere decir que la política de justicia o la actuación de los servidores judiciales sean políticamente neutras, pues esto es un objetivo imposible. Yo mismo he escrito que los jueces deben asumir un rol político e instrumentar el derecho para la transformación social y política. Pero entre esta invitación política en abstracto para liberar al Poder Judicial de la moral y la fría normativa, y amedrentar a los jueces por “error inexcusable” por no sintonizar con la moda folclórica del gobierno judicial, hay una enorme distancia…

 

2. El argumento pragmático

Tenemos luego el argumento pragmático. Sucede que, de repente, los gestores de la política de justicia se convierten en iluminados, educados en alguna universidad venusina. Entonces, están convencidos que, a pesar de haber seleccionado servidores judiciales por un concurso público organizado por ellos mismos, no tienen la suficiente preparación y están propensos a cometer “errores”. Aquello, por supuesto, no es “excusable”. Merece un castigo, cuando menos un escarmiento correctivo para que enderece su malsana crítica. Este poder de corrección que tiene un carácter elitista y gerontocrático, no es nuevo, y no ha desaparecido aun cuando se ha eliminado de los nombres de las instituciones judiciales palabras como “suprema”, “excelentísima”, “ilustre”, o “alta magistratura”.

Así, tradicionalmente juristas de edad y con experiencia en la cátedra de las universidades a medio tiempo, exitosos en sus barrocos estudios jurídicos, con títulos del extranjero de variadas universidades, con conocimientos de otras lenguas y viajados por el primer mundo definían el deber ser del derecho en Ecuador.

A pesar de que esto ya no es tanto así, quedó como un patrón cultural judicial el poder de corrección académica que lo reproducen los que ejercen el gobierno judicial. ¿Pero qué es una incorreción judicial? Primero, apartarse del tenor de la norma escrita y los procedimientos; segundo, no seguir el procedimiento administrativo estrictamente de los archivos judiciales; tercero, equivocarse en la aplicación de las normas al caso concreto; y, cuarto, presentar argumentos extraños a la tradición jurídica. Salvo el último, los demás pueden ser corregidos por los recursos judiciales en las otras instancias judiciales. El último resulta la esperanza para el desarrollo progresista del derecho, no obstante, ha sido aplicado ampliamente y con descaro. Si no recuérdese el caso del Juez Carlos Poveda que fue hostigado por las autoridades judiciales por haber aplicado el principio non bis in ídem en un caso que había sido decidido por Comunidad La Cocha.

¿Existen errores en la administración de justicia? Por supuesto, pues está administrada por seres humanos y no por arcángeles. Pero aquellos deben ser corregidos únicamente en vía jurisdiccional y aún en un caso extremo, existe el error judicial que está regulado para responsabilizar al Poder Judicial y repetir en contra de los servidores judiciales ineptos. Frente a esto, el poder correctivo del terror no funciona como dispositivo disuasivo ni formativo. Para mejorar sustancialmente la calidad de la justicia es una receta más efectiva fortalecer la Escuela Judicial y que sus programas sean permanentes, especializados y no marginales. El Código Orgánico de la Función Judicial (COFJ) establecía una estructura de la Escuela similar a la de una universidad y programas de formación inicial a tiempo completo y de dos años. Todo esto está en el cementerio normativo.

Por otra parte, existe una conexión con el argumento ideológico, puesto que no es claro qué es correcto ni quién lo define como tal. De acuerdo a esto, el poder correctivo sobre los servidores judiciales puede profundizar la vulneración del debido proceso y un efecto contrario a lo que buscaría la presión social por sus agendas: la inmovilidad del derecho y la dependencia de la voluntad política.

Finalmente, debe aclararse que no se puede confundir los actos externos al proceso frente al cual sí es necesario ejercer el poder de corrección desde las normas disciplinarias del COFJ. Este régimen disciplinario es suficiente para este fin. Así, si un funcionario acepta dinero o favores de las partes, ejerce violencia o maltrato a las partes, oculta o forja las pruebas o el expediente, llega ebrio a las audiencias, entre otras conductas, es lícito sancionarlo administrativamente sin que esto signifique violación al principio de la independencia judicial interna. Lo cual no puede confundirse con los actos internos al proceso, que únicamente pueden ser revisados en vía jurisdiccional, ni tampoco puede extenderse el poder de corrección a los actos jurisdiccionales sin que se borre con ello la legitimidad política del Poder Judicial.

 

3. El argumento institucionalista

Finalmente, otro argumento esgrimido para el control judicial es el institucionalista. De acuerdo a esto, hay que provocar terror judicial para asegurar los fines de las políticas de justicia. Supongamos que esos fines sean estructurales, es decir que están guiados hacia el uso instrumental de la justicia para la transformación. Así, el Consejo tomaría decisiones para mejorar el acceso de las personas y colectivos a la justicia reconociendo las diferencias particulares y dotando de las herramientas técnicas a todo el sistema para garantizar una justicia material en los procesos con independencia de la situación económica de los usuarios. En este caso, toda intervención en la actividad jurisdiccional sería imposible, puesto que se buscaría la calidad del servicio de manera programada, racional, consensuada con los servidores judiciales, y eficiente.

No existiría en esta hipótesis el incentivo para intervenir y controlar las decisiones judiciales. Aquello requiere un Poder Judicial profundamente institucionalizado y autónomo respecto de los otros poderes, incluso con la posibilidad de controlarlos de manera independiente. Al mismo tiempo, este Poder Judicial tendría completa autonomía financiera, laboral y económica. El modelo ideal sería que estos recursos fueran decididos por consejos intersectoriales conformados por los poderes estatales o, al menos un sistema político parlamentario y de partidos políticos fuertes con mayores mecanismos de pesos y contrapesos políticos.

Sin embargo, este no es nuestro Poder Judicial. Todo lo contrario, aquel está integrado por las instituciones más jóvenes, el régimen presidencial tiene pocos controles y los partidos políticos son débiles y feudales.

Por eso, el ideal de control cae en el eficientismo, vicio que busca fines inmediatistas, de baja intensidad aunque de réditos electorales efectivos. Así, generar terror para que no se caigan las audiencias, o por la “alegre sustitución de prisión preventiva” –particularmente, en los casos de drogas-, es un buen negocio. Pero el control consigue efectos contrarios a los esperados. No genera eficiencia, sacrifica el debido proceso y consagra el eficientismo. El eficientismo consiste en colocar a la eficiencia como un fin en sí mismo de la política de justicia.



[1]Tomado de: Defensoría Pública, Revista “Defensa y Justicia”, N0. 27, 2007.


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