18 días de paro nacional ¿El diálogo de los oprimidos?

 

 

18 días de paro nacional
¿El diálogo de los oprimidos?

 


Por: Luis Fernando Ávila Linzán.

Foto por: Vilmatraca




I

La falacia del consenso racional

Una de las frases más importantes que escuché respecto de la lucha de los pueblos indígenas fue con ocasión de una conferencia de Bartolomé Clavero, español que, no obstante, ha trabajado varias décadas las posturas más progresistas en el mundo sobre la interculturalidad y el proceso de resistencia en nuestra América. Dijo en el auditorio de la Corte Constitucional en 2013: “si los indígenas han tenido el pie del conquistador en su cuello 500 años, no esperen que lo primera que haga cuando se libere es abrazar a su opresor”. Por supuesto, esto no significa que se apruebe la violencia, no porque sea moralmente mala en sí misma, sino porque suele ser poco efectiva para consolidar las conquistas sociales. La violencia en todas sus formas es sólo una cortina de humo que prolonga la dominación en manos de quienes detentan el poder de turno.

Tampoco funciona la simple racionalización idealista de la realidad social representada en las instituciones al estilo Weber-Hegel. Los cambios sociales surgen de grandes acuerdos sociales y políticos, y como resultado del necesario antagonismo histórico entre dominación y liberación, entre gobierno y resistencia; entre acumulación capitalista y comunitarismo solidario. Así, es el reconocimiento el motor de la historia, y la lucha de clases el combustible que lo mueve toda hacia el futuro.

No obstante, es el discurso agónico y cartesiano de la modernidad, todo fue solucionado luego de las revoluciones liberales del Siglo XIX, el triunfo del capitalismo global luego de la Segunda Guerra Mundial y la caída del socialismo real en 1989. Se nos vendió el modelo incuestionable del Estado racional, la economía de mercado y el consumo sin límites. No por nada se le llamó a esto “Consenso de Washington”. ¿Pero fue realmente tal? Para nada, sólo tomaron el término prestado de Habermas. Así los países desarrollados sobre el cadáver insepulto del socialismo, deificaron el ideal del “consenso”, pero para sellar las capitulaciones de guerra sobre los vencidos, no como resultado de un nuevo contrato social como lo exige Boaventura de Sousa Santos. Por ello, este “consenso” es una palabra secuestrada para sellar el pacto del nuevo orden mundial desde 1990. Pero los vencidos no eran sólo los países del socialismo real y su polo imperialista representado en el Partido Comunista de la URSS, sino los países no alineados y los miles de pueblos que, alrededor del mundo, fueron víctimas del imperialismo moral y colonial de las potencias opuestas en la Guerra Fría.

A partir de este “consenso” el Estado apareció al retorno a la democracia en los países pobres como un ente incuestionable e infalible, la economía liberal como fatalmente inexorable, y el bienestar como una cuestión maleable de acuerdo a los “recursos disponibles”; mientras en los países ricos de aprovechamiento de las desiguales relaciones comerciales para asegurarse un régimen de mínimos sociales, bienestar y libertades democráticas.

En consecuencia, en el imaginario social quedó olvidado el escenario de confrontación, guerra, disputa del poder y todo ese lenguaje movilizador de los años de la guerra fría. De esta manera, la lucha contra el comunismo fue reemplazado por la lucha contra las drogas, y la carrera armamentista, por el acceso a los mercados y excedentes globales vía crédito. En consecuencia, la dominación se realizó por sofisticados mecanismos financieros, las empresas transnacionales con un poder por encima de los Estados y el imperialismo de la cultura del consumo, maximizado por la globalización de los medios de comunicación y demás dispositivos tecnológicos, el internet, las redes sociales y la inteligencia artificial. Por ello, el “consenso racional” supuso la clausura de la historia como lo propuso Fukuyama. Y, como todo orden ideológico hegemónico, no necesita de consensos, se aplica porque, sencillamente, existe. Con un componente extra, evidenciado por el profesor Byung-Chul Han: un psico poder autorreferente. Es decir, un patrón de conducta defendido y querido por los propios ciudadanos, un orden de explotación deseado y mantenido por los propios explotados, pues cualquier desvío puede ser visto como un “estar fuera” del espacio de existencia humano hoy.

Sin embargo, este “consenso racional”, impuesto como un tapón ideológico de clausura política entra en crisis. Por un lado, nuevos socios imperiales entran a disputarle la supremacía a los Estados Unidos de América, a Inglaterra, la Unión Europea y a los tigres asiáticos: China, Rusia, Paquistán e India en el núcleo duro de un mundo multipolar; y, Brasil, México, Argentina, Canadá, Australia, Sudáfrica, Irán, los Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita y Nigeria en un nivel emergente y ascenso. Esta disputa por la hegemonía sería deseable de acuerdo a lo que pudiera imaginar Mouffe y Laclau, pero más bien trajo de vuelta la tensión política que se creía ya superada por la historia. El “consenso racional” se vino abajo cuando el sistema de naciones unidas saltó por los aires con la invasión a Irak, Afganistán y Libia por los Estados Unidos de América resucitando los fantasmas de MacArthur y Kissinger con nuevas etiquetas: “guerra justa”, “lucha contra el terrorismo”, y “combate de los enemigos de la civilización y la democracia”. Y la crisis alcanza su más alta intensidad con la reciente disputa entre Rusia y Ucrania -Estados Unidos y Europa-.

Esta tensión se trasladó a los propios sistemas democráticos occidentales donde se sucedieron las severas crisis cíclicas del capitalismo: corrupción en las altas esferas estatales y de la gran empresa, y las corporaciones sociales (fuerza pública, iglesias y partidos políticos); quiebres y salvatajes financieros para favorecer la especulación económica en favor de tenedores de papeles en los Estados pobres. A su vez, surgen nuevas izquierdas y miles de novedosas formas políticas contrahegemónicas en todo el mundo, que funcionan por fuera de las estructuras de las corporaciones sociales tradicionales y el Estado, y se suman, al inicio con pocas posibilidades, a la lucha política dentro de los propios sistemas democráticos. No obstante, logran empatar con el vacío social de las políticas neoliberales y las justas demandas sociales de amplios sectores olvidados.

En América Latina esta ruptura se toma el poder y pone en cuestión la hegemonía de las élites coloniales y, en apenas dos décadas, se ubican a la vanguardia política. Esto coloca en riesgo el régimen precapitalista de nuestros países, y la dependencia económica de los países ricos, lo cual desbarata sus sistemas de bienestar con grandes oleadas migratorias y la negociación en bloque de mejores condiciones de intercambio comercial, y la manufactura de productos con valor agregado rompe el proceso de acumulación industrial y tecnológica que mantenía el equilibrio político en los países ricos. El “consenso racional” explosionó y de los miles de pedazos del modelo, la resistencia se tornó en una opción atractiva y viable. Ante eso, un primer ataque fue calificarla de populista, demagógica, e inviable; e, imponer la tecnocracia del consenso: “necesidad económica”, “equilibrio presupuestario”, “austeridad fiscal”, “disminución de tamaño del Estado”, “reestructuración e ingeniería institucional”; y, cuando se dieron cuenta que no resultaba y que, más bien, la construcción del poder popular se hacía más fuerte ante la evidencia del empobrecimiento y la degradación de las condiciones de vida de la población, desempolvaron las recetas ideológicas del Plan Cóndor y usaron los medios de comunicación y la incipiente academia como aparatos para denostar de las nueva izquierdas y los movimientos sociales. Ahora eran “comunistas”, “terroristas”, “castrochavistas” y guerrilleros violentos. Se acabó la diplomacia del “consenso racional” y se declaró la guerra contra el terrorismo local, la historia no había terminado, estaba esperando un nuevo aliento transformador.

 

II

El diálogo de los antiguos y el de los modernos

Una máxima de la historia de la política de dominación es que la hegemonía no se dialoga, se impone. Primero por la violencia directa y luego por la seducción ideológica. La conquista española es un ejemplo de ello. Su llegada estuvo precedida de una violenta destrucción de las instituciones, formas de vida de los nativos americanos, sus creencias y cultura, y hasta de su lengua a sangre y fuego. No obstante, como ya lo analicé, la violencia no consolida ninguna transformación, puesto que nadie puede mantenerla todo el tiempo. A la violencia directa sigue la violencia institucional y el convencimiento social desde el nuevo orden. La violencia vuelve a aparecer cuando alguien pone en peligro el estado de cosas y, cuando mantener el orden se hace difícil o peligroso, el poder hace uso de las herramientas del propio orden para someter a los sediciosos. Es el valor autónomo de la ideología frente a las relaciones económicas en la vida social y que fue advertida por Horkheimer y Adorno y que fue visto como herético por los marxistas de su época. Así, igual que como cuando un marido golpeador se ve abandonado y su control sobre su víctima ya no funciona; apela al sentimentalismo, que evoca tradición y estabilidad, con el fin de culpar a la mujer de la violencia ejercida sobre ella. El círculo familiar ayuda en buena medida. “Es que tiene mucho trabajo y deudas”, “debes disculparlo, es un buen hombre”, “perdónalo por tus hijos…”, “¿dónde vas a encontrar un hombre trabajador?” Con ello, el violento desplaza la culpa en su víctima: “sería bueno que conversen por el bien de los niños” dirán las abuelitas.

Igual ocurre en procesos sociales más amplios. Así, un empresario que no puede incorporar personal técnico a su compañía y que ve cómo la huelga le genera pérdidas; en vez de ceder en algunas de las demandas de los trabajadores, invoca a la solidaridad, al mantenimiento de sus familias, a encontrar salidas negociadas, en postergar algunas reivindicaciones para tiempos mejores. Si ellos no están de acuerdo, la causa de la posible quiebra es la necedad de los trabajadores por hacer pedidos irracionales y negarse a abandonar las vías de hecho y sentarse a conversar. Ello libera al opresor de la responsabilidad y traslada la culpa a los trabajadores. ¿El diálogo es liberador y democrático?, ¿o, más bien, es una herramienta de retorno al control del opresor?

Sirve aquí la metáfora de Benajamin Constant de su conocido ensayo “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, cuyo modelo de análisis fue luego reproducido por Bobbio o Sartori. La idea es que los conceptos no tienen el mismo significado en varios momentos de la historia. Esto puede llevar a varias confusiones o a creer que determinados conceptos son absolutos o, lo que es peor, utilizar una categoría con el significado de hoy, pero con la sustancia real de lo antiguo. Nos permite esta forma de análisis, además, evaluar el uso real, consciente o inconscientemente, de determinados términos. Por ejemplo, el concepto de democracia para los antiguos era negativo, pues el gobierno de la mayoría era considerado para Aristóteles y Platón como anárquico; pero luego, en el renacimiento se resignificó a la democracia hasta convertirla, más o menos, en lo que es hoy, a pesar de que aún en el momento actual el concepto dominante en varias disciplinas es de que la democracia se trata solamente de un instrumento para elegir autoridades y ser elegido por la voluntad de las mayorías manifestada en el voto. Sin embargo, hay otras en las que la democracia supone un estilo de vida, tolerancia, ejercicio de derechos y hasta capacidad de controlar al poder.

Con el ideal del diálogo pasa igual. Para los antiguos, no era un mecanismo para llegar a acuerdo igualitarios, sino un recurso didáctico para discutir y encontrar la verdad mediante el debate y la puesta en escena de los diferentes puntos de vista. Lo interesante de esto es que en el mundo entero el concepto real es el clásico y no tiene nada que ver con la paz y la solución pacífica de los conflictos. Son célebres los diálogos de Platón en los que se presentan personajes, algunos ficticios, que debaten profundos problemas filosóficos con el único fin de que el lector pueda “descubrir la verdad” según el autor. Nietzsche criticaba agriamente estas formas como hipócritas e inútiles, petulantes y arcaicas en su “Ocaso de los Ídolos”. Siguiendo esta línea argumental, el diálogo en el discurso del “consenso racional” es presentado como un mecanismo para llegar a acuerdos entre iguales, de manera pacífica: “Discusión o trato en busca de avenencia” dice la Real Academia de la Lengua Española.

No obstante, el “diálogo” en su sentido moderno no aplica a las relaciones de poder, sino en contra del oprimido. Aún desde la lógica oficial de buscar la verdad, en los conflictos sociales, el oprimido siempre está en desventaja frente al poder. La tesis que sostengo es de que este ideal del “diálogo” es una trampa, pues en las relaciones de poder se traslada la culpa de su opresión hacia él mismo al tiempo que permite al opresor justificar y consolidar la verdad oficial.

 

III

El diálogo Lasso-Iza, la trampa del oprimido

De plano, un diálogo debiera ser entre iguales. Por esto es que poco resultado tiene entre una gran multinacional como Coca Cola y el bodeguero de la sucursal en Quito para acordar una indemnización justa por despido intempestivo, o la persona con discapacidad severa a quien le suspenden sin motivo alguno su carné del Ministerio de Salud Pública porque una turba de políticos corruptos obtuvo los suyos, abusando de los privilegios de su cargo, para importar vehículos con ventajas tributarias y arancelarias. Desde lo que analizo en este breve ensayo, este tipo de diálogo entre el opresor y el oprimido es una trampa, puesto que el supuesto “consenso racional” es una mascarada que encubre relaciones de poder dispares, por lo cual el “diálogo” es una herramienta que evoca el sentimentalismo en favor de aquel. Además, el significado social no coincide con el valor real con el que emprende el opresor el “diálogo”. No lo hace para llegar a un acuerdo, sino para desplazar la culpa al oprimido; como lo planteara Fanon, aniquilando su cultura o forma de ser al tacharla de violenta, inferior, menor, atrasada e intransigente y reproduciendo un profundo sentimiento de culpa en el oprimido. Así, el pobre bodeguero, igual que el niño que no quiere ir al catecismo, negocia siempre a la baja con la empresa y con sus padres católicos; la mujer masacrada a golpes por su pareja y el trabajador complotado en una huelga se resignan, si sobreviven a la violencia directa por alterar el orden de normalidad, retornan, posiblemente con algunas concesiones inocuas y ambiguas, al mismo destino de sometimiento y aguante de las duras condiciones de su dominación. El diálogo en condiciones de lucha entre oprimido y opresor es una máquina de casino donde la casa siempre gana y, cuando gana raramente el jugador unos centavos de consolación, es para perpetuar su dependencia y el poder del dueño.

Es una trampa ideológica el “diálogo” impuesto al movimiento indígena luego de 18 días de paro en Ecuador en 2022. Fue más evidente en octubre de 2019 cuando Leónidas Iza y Jaime Vargas se sentaron en un vergonzoso reality show ante todos los medios de televisión y prensa escrita con el ex presidente Lenin Moreno. Un gobierno sitiado y caído políticamente, sostenido únicamente por la supervisión de las Fuerzas Armadas y la represión directa de la Policía Nacional invitaba al “diálogo” impulsado por varios sectores en nombre de no volver al correísmo, quien era acusado de promover la violencia y el golpismo. El desgobierno del presidente había llevado a varios políticos a tomar las decisiones y a mantenerlo ocupado y lejos de las cámaras para que no sea motivo de burlas en las redes sociales. En aquella ocasión una coalición de partidos lo sostuvo en el aire para que no cayera: PSC, CREO y PSE, y las autoridades nombradas por el Consejo de Participación Transitorio, organismo ad hoc que nombró a dedo a las autoridades de justicia y control. Se dijo que era el ex presidente Rafael Correa el conspirador y que había mercenarios extranjeros -cubanos y venezolanos- pagados en las manifestaciones, que incendiaron el edificio de la Contraloría General del Estado y que un grupo insurgente y formadores mariateguistas estaba como brazo armado de la conspiración. María Paula Romo y Ruptura, y los ministros de Salud, Defensa y Economía sobrellevaron adelante la discapacidad del “gobierno de todos”, decidieron en nombre de Moreno y, a cambio, le aseguraron tribuna para sus cantinfladas, dotes de orador de juma y una jugosa jubilación al dejar el poder.

Nada de esto logró probarse y, más bien, el informe de la Defensoría del Pueblo, integrado por personas de varias tendencias políticas y orígenes profesionales, evidenciaba graves violaciones a los derechos humanos de la población. Aquello le costó la criminalización del defensor Freddy Carrión. Con ello, la amnistía no fue en favor de los dirigentes políticos criminalizados, sino de las autoridades que forjaron casos judiciales inverosímiles.

Ahora en 2022, el libreto fue muy parecido, aunque la movilización indígena fue más estratégica, articulada y coordinada. Pero la Policía Nacional, también, mostró sus aprendizajes del octubre de 2019. Al mismo tiempo, asumió directamente el manejo de la crisis ante la evidencia del “no gobierno” de presidente Guillermo Lasso. Sobre este concepto volveré en un futuro trabajo. Subrayo, únicamente, la diferencia central. El no gobierno no significa que no exista decisión, sino que lo se traspasa a actores invisibles: el FMI, la banca privada y la fuerza pública.

Un actor más fue sumado a la supuesta “insurgencia terrorista” de los manifestantes: el narcotráfico -y el narcorreismo por añadidura-. Hasta se dijo el monto del “aporte” a la causa de los violentos manifestantes. 15 y luego 20 millones dólares. La evidencia: el largo tiempo y la movilización de 100 mil personas -alimentación, hospedaje, comunicaciones, y armamento-. No valió hacerle saber que la resistencia indígena ha realizado más de 400 levantamientos en toda su historia y que las organizaciones indígenas tienen capacidad organizativa y de movilización desde las bases y redes de solidaridad y apoyo en todo el país. Por supuesto, su evaluación fue desde la lógica perversa de la práctica política de los partidos y movimientos, y sus caudillos y gerentes propietarios. Tampoco le bastó saber que las condiciones de pobreza que afectan a todos los ecuatorianos, es mucho más grave en las personas indígenas y que fueron varios sectores los que se involucraron en el paro nacional. Mucho menos le importó que fue la cúpula de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional la que han sido acusada, incluso por los Estados Unidos, de narcotráfico y lavado de activos y que el país se encuentra gobernado por grupos de delincuencia organizada desde hace más de un año provocando masacres en las cárceles, sicariato y asesinatos violentos ante la vista y paciencia de las autoridades. Fue en este contexto, donde se exhibió torpedos caseros, escudos de cartón y tubos PBC como armamento de alto calibre, y un grupo de supuestos guerrilleros guevaristas, condenados por un informe ultra secreto de “trata de personas con fines de formación militar” y un reportaje de la Revista Vistazo presentados como trofeo de la supuesta “incursión guerrillera” en Ecuador; donde, una vez más cuando el gobierno estuvo al borde del naufragio, se habló del “diálogo para alcanzar la paz”.

Distinguidos académicos, algunos considerados en su momento como progresistas, en su invitación al diálogo, decían que los manifestantes eran violentos y que estaban infiltrados por el narcotráfico, el correísmo y la guerrilla urbana, cuando lo más cerca que han visto una práctica insurgente son las películas de Rambo y Locademia de Policía. Nunca comprenderán que las mafias no compran poder, lo ejercen directamente, como aquella que se enriqueció en la negociación de insumos médicos durante la pandemia o la que tenía de prestamistas a la fuerza pública. Pero, además, decían que Iza era quien debería deponer sus posiciones políticas y su intransigencia en favor de la estabilidad, y que el gobierno estaba dispuesto a llegar a determinadas concesiones “realistas” y “posibles” de los 10 puntos de la agenda de la CONAIE. Con ellos, se desplazó la culpa a los manifestantes y se logró excluir salidas democráticas como la destitución del presidente y la revocatoria del mandato, las cuales fueron tachadas de golpismo por el discurso oficial. La cobardía de Guillermo Lasso lo hizo enfermarse de COVID-19 por 3 días y negoció por debajo, una vez más, con el PSC, lo que queda su bloque en la Asamblea Nacional (con CREO), y se sumó a esta cruzada por la paz ID, una parte de PK y algunos independientes que se sienten cómodos con las canonjías del momento.

Exigían el diálogo los medios de comunicación oficiales y los “ciudadanos de bien”, los que presenciaron el decadente espectáculo de policías celebrando sobre vehículos policiales mofándose de la muerte y represión de los “indios violentos” que vinieron a destruir la capital. Esos que insultaban y hacían público su racismo y clasismo, y que decían desde el primer día “queremos trabajar”, con sus banderitas y camisetas blancas para proteger la virginidad de la castellana ciudad de San Francisco de Quito, llamaban al diálogo y se sumaban a la estrategia del gobierno de vencerles la mano a los manifestantes por hambre y sed, mientras echaban “por la adrenalina del momento” gases lacrimógenos en los predios de varias universidades donde se refugiaban gran parte de los manifestantes.

Por su parte, la iglesia que mandó a cerrar las puertas de sus templos llenos de mercaderes sin que ningún Jesús se atreva a sacarlos a patadas de allí los días domingos cuando se golpean el pecho y rezan la penitencia por los pecados veniales que confiesan, se ofreció de mediador para dirimir los conflictos civiles en un Estado supuestamente laico. Y, dijo nuestra clase política: “hágase el diálogo”. Y se hizo el último día sin la presencia del presidente y con voceros arrogantes y con más serpientes en la mesa que en la cabeza de Medusa. El diálogo continúa a pesar de que el gobierno no ha realizado rectificación alguna, a pesar de que sus propios defensores se lo suplican. Al contrario, reproduce el mismo carácter errático de su “no gobierno” y el discurso beligerante de los 18 días de paro nacional.

Por lo pronto, el oprimido se lleva la culpa de 18 días sin trabajar y pérdidas de más de 1000 millones que parecen poco con los salvatajes bancarios y en favor de los grandes grupos económicos del país, y como dicen desde el discurso de dominación “unos trofeos políticos”: 0,40 menos en los combustibles, varias promesas ambiguas e interminables mesas de “diálogo” donde los discursos técnicos astutamente les recuerden a los manifestantes que ya es momento que regresen a sus páramos y permitan que el federalismo se haga cargo de los males de la República, y dejen trabajar a los “ciudadanos de bien”, es decir, a aquellos que tienen trabajo, bienestar y oportunidades a costa de la explotación de la mayoría de los ecuatorianos. En un país con las heridas aún abiertas, el diálogo sirve para construir la verdad oficial, la del opresor; y, el intento transformador derrotado de la resistencia, la del oprimido.


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